BarcelonaLa última película de Béla Tarr –y la primera que se estrenó comercialmente en nuestro país– fue El caballo de Turín, del 2012. Desde entonces, el cineasta no ha vuelto a dirigir ("la película es un formato que me resulta insuficiente", dice) y prefiere realizar instalaciones artísticas como la que estrenó en el 2017 en Amsterdam, que ocupaba 3000 metros cuadrados. "Me interesa mostrar la complejidad de la vida, no contar historias –asegura–. ¿A quién le interesan las historias? Son siempre la misma". Doce años después de El caballo de Turín, las entradas para el ciclo dedicado al húngaro que se proyecta esta semana en la Filmoteca de Catalunya y el Zumzeig han volado en un suspiro. Tarr es considerado uno de los grandes directores de las últimas décadas, un maestro del cine slow que ha marcado profundamente el cine de autor moderno. Él, sin embargo, no ofrece muchas claves sobre su estilo. "Conocí a Godard de joven, nos vimos solo una vez –explica–. Le pregunté cuál era el secreto de su cine, y me dijo «No sé, simplemente me llega». Mi respuesta es la misma. Simplemente me llega. Una vez tienes a la persona y el ritmo, simplemente lo sientes".
En una conversación relajada con los medios, Béla Tarr ha explicado que no se considera un cineasta político, que "le duele ver cómo la dignidad de alguien es aplastada o ver cómo roban el futuro de la gente" pero que no cree que su papel sea "intentar cambiar el mundo". En esta cuestión, su opinión ha ido cambiando: "De joven pensaba que el cine era un tema social, después una cuestión ontológica y, por último, entendí que era un asunto cósmico". Con su fuerte acento húngaro, marca distancias "filosóficas" con Tarkovski ("Él era muy religioso y cuando llovía en una película suya sentías que la lluvia limpiaba el alma. Para mí no. Mi lluvia sólo trae barro" y dificultades"). Y si la pregunta le parece "demasiado sofisticada", tira de pragmatismo: "El cine es levantarte a las 3 para ir a un rodaje que empieza a las 4. Todo el mundo está jodido, hace frío y llueve. Los actores no saben qué hacen allí, y tú tienes que convencerles de alguna manera. Es un trabajo muy práctico".
¿Por qué se hizo cineasta?
— Cuando empecé era joven y quería cambiar el mundo. Era un izquierdista convencido, todavía lo soy, y quería ser filósofo. Mi padre me regaló una cámara de 8 mm y me pareció una buena forma de cambiar el mundo. A los 16 años hice un corto sobre trabajadores gitanos, muy radical, y a los 18 quise entrar en la Facultad de Filosofía y me rechazaron por culpa de mis cortos. "Nunca serás universitario en este país", me dijeron. Entonces trabajé construyendo barcos, y esa fue mi universidad.
Pero de algún modo también ha terminado siendo filósofo a través de su cine.
— No, la filosofía y las películas son dos lenguajes distintos. El pensamiento se va haciendo más profundo con el tiempo, seguro, y por eso tienes la sensación de que es filosófico, pero no lo es.
Su trabajo es una de las grandes influencias del cine de autor moderno. Su huella es evidente en directores como Gus Van Sant y Lisandro Alonso, que le consideran un maestro.
— Conozco a algunos de estos directores y somos amigos. Está bien lo que hacen porque no es una copia. Es posible que yo implementara un lenguaje cinematográfico y ellos simplemente lo utilizan.
¿Y cuáles fueron sus maestros en lo que se refiere al lenguaje cinematográfico?
— La vida. Lo aprendí todo de la vida, porque no estudié cine. Me gusta ir al cine y desde luego tengo algunos directores favoritos, pero nunca he tenido ningún maestro.
Antes ha dicho que odia al fascismo. ¿Qué piensa del actual gobierno húngaro?
— Es un gobierno feudal, pero no puedo decir que sean fascistas. Están construyendo una autocracia feudal, que es una categoría distinta del verdadero fascismo. Pero sólo es temporal. Doce años no es nada en la historia, ni siquiera un capítulo. Sólo un episodio, un episodio temporal.
Suele descartar las interpretaciones políticas o ideológicas de su cine. ¿Pero qué impacto cree que ha tenido en usted y sus películas su contexto político y social? Por ejemplo, la caída del comunismo.
— Directamente, ninguna. Pero tuvo impacto en la calidad de vida, claro. Tras la caída del Muro de Berlín tuvimos 20 años de democracia en los que no pensabas en la política, porque vivías en un sistema democrático: votabas cada cuatro años y ya. Pero cuando ves ese tipo de autocracia y esa derecha de mierda esparciéndose por el mundo... Después de Donald Trump es muy difícil hacerte ilusiones de nada. La política está envenenando la vida cotidiana.
Es sabido que la producción de El hombre de Londres fue muy complicada por el suicidio del productor Humbert Balsan. ¿Fue su experiencia más dura como director?
— La auténtica tragedia es que Humbert era amigo mío, y un día antes de empezar el rodaje se suicidó. Fue un gran problema, claro, y tardamos un año en reconstruir la producción. Pero Humbert no se suicidó por nuestra película, todo el mundo lo sabía. Fue realmente horrible. Teníamos la misma edad y él estaba muy orgulloso de las películas que hacía.
Conoce la película Le père de mes enfants, de Mia Hansen-Love, inspirada en la vida y la muerte de Balsan?
— La vi. Sin comentarios. Es una versión de los hechos, su versión.
¿Qué opina de los nuevos directores húngaros como Lázló Nemes o Kornél Mundruczó?
— Lázló fue mi ayudante en El hombre de Londres y con Kornél trabajé en dos de sus películas. Me gusta lo que hacen. Son jóvenes, está bien. Pero no tengo más que decir, no hablo sobre el trabajo de otros directores.
¿Le preocupa su legado?
— Sí, claro que me importa. Cuando haces una película no puedes saber si es una obra de arte, porque el verdadero juez es el tiempo. Si después de 25 años la gente todavía la ve, empieza a sospechar que es una obra de arte, y después de 50 años puedes estar seguro. Ya veremos qué ocurre con mi cine cuando muera.
En los últimos años ha enseñado cine...
— Yo no enseño cine. No soy maestro, sólo una especie de consejero. Sólo ayudo a gente más joven e inexperta que yo, trato de protegerlos de la industria del cine. En la escuela que fundé en Sarajevo mi eslogan era "No education, just liberation" [No educamos, sólo liberamos]. La educación es el infierno. El maestro viene y te dice qué debes creer! Estoy seguro de que lo hacen lo mejor que pueden, pero... Quizás este sistema educativo es bueno para las matemáticas o la física, pero no para el arte, porque el arte no puede educarse. Además, la universidad es una gran institución sin lugar para las relaciones personales.Y si quieres ser un buen mentor de alguien lo que necesitas es comprenderle bien, no que él te comprenda a ti.
También ha creado instalaciones para el EYE Museum de Ámsterdam y un espectáculo multimedia para el Wiener Festwochen de Viena. ¿Trabaja en algún otro proyecto artístico?
— Sí, estoy tratando de crear uno aquí, en Barcelona. He hablado del tema con Joana Hurtado [directora del Centro de Arte Contemporáneo Fabra i Coats]. De momento es sólo una idea, un proyecto para realizar una exhibición. Ya veremos qué ocurre al final.