Bienvenidos a la intranquilidad

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Marion Muller Colard, ensayista y teóloga, en Barcelona

"La tranquilidad provoca que nos perdamos tantas cosas, a veces". Lo escribe la teóloga protestante francesa Marion Muller-Colard en su elogio de la intranquilidad, un ensayo breve muy a ras de su propia experiencia, que empieza recordándonos que nacemos llorando. Nuestro primer acto vital ya no es precisamente plácido. La vida es inquietud, cambio, movimiento, prueba y error. Tranquilos, no pasa nada, viene a decirnos. Todo es normal. Mejor que nos acostumbremos a la intranquilidad, a la incertidumbre, que en realidad son la norma de la existencia. Visto así, no tiene mucho sentido la queja habitual que todos tenemos en la punta de la lengua de que el mundo es un caos. Claro que sí, ¿y qué? También puede ser maravilloso. Joya e inquietud van de la mano.

El libro La intranquilitat (Fragmenta, en traducción catalana de Helena Cots), que aquí se editó en plena pandemia, me lo ha regalado este verano un amigo que sabe que voy a tope. Ya me gustaría tomarme las cosas con más calma, tener más tiempo para pensar y amar. Pero no, estoy -presumo que la mayoría estamos- instalado en la vorágine, en la imprevisibilidad, en la improvisación. Acción, reacción. Nunca nada sale como habíamos pensado. Los cambios de planes son constantes, tanto en el ámbito privado como en el público, en casa y en el trabajo.

Esto no quiere decir que tengamos que renunciar al orden, a la búsqueda de la armonía. Es un anhelo perfectamente humano que debe incluir la intranquilidad como compañera de viaje. Nacemos llorando y el final es la muerte. El tránsito, la vida, es una aventura imprevisible. Las perturbaciones y las contrariedades nos abocan a crear. ¿Combatirlas con tranquilizantes? Mejor responder con vida, cara a cara. "Es la escritura la que te hace intranquilo o es la intranquilidad que te hace escritor?", se pregunta la autora, que cita el Libro del desasosiego donde Pessoa escribe sobre "la impaciencia el alma". El mundo es de los intranquilos, que en mayor o menor medida somos todos. A veces la intranquilidad se manifiesta visiblemente, a veces va por dentro. Pero siempre está ahí, como una carcoma y como un estímulo. Insidiosa, fabulosa.

La entropía nos atasca, ¿y qué? La gracia es ir ordenando nuestro desorden. Un problema, una solución. Cuando alguien me dice "tengo un problema", automáticamente le respondo: "Sólo uno?" Quizás si viviéramos sólos podríamos llegar a un notable punto de equilibrio. ¿Pero quién quiere ser eremita? Somos seres sociales. Necesitamos tocar y dejarnos tocar, dejarnos sorprender por los demás. También es irreal la aspiración a ir tirando dentro de una fortaleza de certezas. Aceptemos la inquietud y la duda. La autora se lo formula así: "¿Qué es más fecundo: querer hacernos dueños de la vida o dejarnos frotar por la vida?" Y la respuesta es que "evitando la asunción de riesgos también evitaríamos la audacia y la innovación". Todo siempre es nuevo, siempre se mueve. Ya lo decía Heráclito, nunca nos bañamos en la misma agua. Sí: cada día es un nuevo día.

Como teóloga, en la parte final del libro le sale la vena: "El evangelio renuncia a fabricar superhombres para sumergirse en la complejidad de la humanidad tal y como es", de la vida frágil, libre, incómoda , sin garantías, con esperanzas, imprevisible, sufrida, constantemente renovada. Y añade: "Jesús se sometió a la intranquilidad", vivió intensamente, hasta el extremo, lejos de la "tiranía de la felicidad" que hoy nos obsesiona. "Podemos perder la vida queriéndola resguardar de la intranquilidad". El amor nunca ha estado tranquilo.

La paradoja es que leer este libro me ha dejado bastante tranquilo. En fin, que tengáis un buen e intranquilo regreso al trabajo.

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