BarcelonaSeguir la pista editorial en Julià Guillamon (Barcelona, 1962) se ha convertido en un reto casi imposible. Durante la última década, el escritor, crítico literario y comisario de exposiciones ha publicado una veintena de libros. Si a principios de año daba a conocer la primera parte de la biografía dedicada a Josep Palau i Fabre (El joven Palau i Fabre; Galaxia Gutenberg), este otoño han llegado un ensayo y una exposición dedicada a Pere Calders (Escritor y dibujante; Bibliotecas de Barcelona) y el libro de memorias El reloj verde (Anagrama), en la que vuelve a la Barcelona posmoderna de los 80.
El verano del 2016, mientras veraneabas en Llançà, empezaste a escribir El reloj verde, un viaje hacia tus años de juventud y hacia una Barcelona cargada de energía e ilusiones.
— En esos momentos tenía casi terminado El barrio de la Plata [L'Avenç, 2018], donde hablaba de mi familia y de la infancia en Poblenou, pero quise hacer una pausa y enseguida me salió El reloj verde. De repente estaba escribiendo un libro de memorias cuando aún no me tocaba. Quizás era más bien una parodia, un juego, una imitación o unas memorias apócrifas, porque yo estoy, pero bastante diluido entre los demás.
Has tardado mucho en publicarlo.
— Porque entonces, Cris, mi mujer, tuvo un derrame cerebral. Esto lo cambió todo.
Alguien podría pensar que dejaste de escribir, pero en todo ese tiempo no has parado.
— He ido haciendo varios libros y exposiciones... Pero lo que no me salía era El reloj verde, porque el impulso inicial era de euforia y diversión, y yo sentía que ya no era la misma persona.
¿Qué hizo que pudieras reanudar el proyecto?
— Puede parecer curioso, pero fue volver a Llançà, entrar en el bar donde escribía y sentarse en la mesa de siempre, lo que lo hizo posible. Fue el verano del 2022. Habían pasado tantas cosas en medio, y, en cambio, cogí el hilo enseguida.
Has ido haciendo libros de memorias, también, durante estos años, cómo Las luciérnagas (Anagrama, 2020) y Las horas nuevas (Anagrama, 2022).
— El tono es muy diferente. A veces puede aparecer un mismo recuerdo, pero visto de otra forma. Atravesar la riera (Comanegra, 2018) en la que paseamos con Pau, mi hijo, y cuando estamos delante de casa la tía Mercè le explico que vivió allí. Él contesta: "Nosotros nunca nos moriremos, nos pondrán en una máquina". Cuando lo recuerdo se me encoge el corazón.
El reloj verde no tiene capítulos ni partes, es todo un discurso seguido que arranca el día en que pierdes la tapa del montón de un reloj Swatch Irony que tienes desde hace décadas.
— Cojo este hilo ya partir de ahí desenvuelvo toda una historia que va adelante y atrás. Salvando las distancias, es algo como El arca rusa, aquella película que cuenta la historia de Rusia en un único plano secuencia a partir de la visita al Hermitage.
¿Cuál es la historia que dirías que cuentas?
— Por un lado, está el paso de una sociedad pobre, que es la de mis padres, a un mundo diferente, en el que había más de todo. Éste es el discurso sociológico de'El reloj verde. Al otro lado hay una novela iniciática, la peripecia del chaval que fui yo que empieza a volar solo, al principio con muy poca traza, pero que se va espabilando.
Te licenciaste en filología catalana, pero en vez de quedarte en la universidad hiciste camino como periodista.
— Venía del mundo experimental de los 70, y por eso menciono nombres como Antonioni, Beckett, Roussel, Miró... Di el paso de esta cultura muy underground en la cultura posmoderna de los 80 en paralelo a escritores como Quim Monzó. El aullido del gris al borde de las cloacas [Ediciones 62, 1976] poco después de que saliera. Hubiera querido ser profesor universitario, pero en la carrera ya vi que no funcionaría.
¿El periodismo te ayudó a crecer como escritor, o te frenó?
— Entré en elHoy en 1983 y estuve allí hasta 1989, cuando pasé a La Vanguardia. Fueron unos años maravillosos, porque los periodistas trabajábamos sin demasiadas presiones. Teníamos mucho trabajo, eso sí, también en función de nuestra exigencia. Recuerdo una vez que fui a entrevistar a Tísner... Era un personaje que a todo el mundo le hacía mucha gracia, pero que no leía a nadie. Yo quise ir muy preparado. La entrevista salía diferente si leías a los autores a fondo.
No tardaste en hacerte amigo de autores como Juan Perucho y Josep Palau i Fabre.
— En los años 80 tuve mucha relación con Xavier Benguerel. Vivía en Pedralbes, en un bloque de pisos grande que tenía restaurante privado, y cuando almorzabas con él te decía que hacía unos días había sido con tal escritor muy conocido y que le había hecho saber que no sabía lo suficiente... Era un baño de realidad, ver a Benguerel. Yo no necesitaba tener colegas destructivos para hacer panfletos, cuando un gran autor como él gastaba tan mala folla. Contaba chismes y malas a manta. Era una forma de vivir el mundo literario desde dentro, con gente de primera fila.
¿Era más divertido que el de ahora, ese mundo de la posmodernidad?
— Empezabas la noche a un lado y no sabías dónde te despertarías. Supongo que esto también lo viven ahora, los jóvenes. Quizás la diferencia es que entonces había mucho dinero e ilusión, la sensación de que todo estaba por hacer. Todo esto acabó coincidiendo con los Juegos Olímpicos.
— Hace apenas un año se celebraba en la Universidad de Barcelona un congreso sobre posmodernidad en la literatura catalana. Escuchando algunas de las ponencias daba la impresión de que la ironía quedó enterrada a finales de los 80.
— Ahora nos encontramos en una época en la que las historias cuentan, sobre todo, problemas. Existe el problema de las madres que no se entienden con las hijas, el problema de las violaciones... La ficción problemática tiene mucho prestigio. Creemos que las cosas tristes son mejores y más profundas. Nos tomamos demasiado en serio. Yo creo que el humor es más difícil de hacer. Requiere agilidad combinatoria, rapidez mental, distanciamiento… y también humanidad.
¿Aún nos encontramos en un momento en que si una historia está conectada contigo mismo tiene más valor?
— La literatura del yo está alcanzando niveles grotescos. He leído uno últimamente que explica una búsqueda en la que, en vez de explicarte qué descubre en los archivos, te habla de las personas que se encuentran, si llevan o no bigotito... Un libro como El reloj verde evita ser una explosión de ego. Construye una voz narrativa que explica toda una serie de hechos y de personas.