Cuando la pérdida de las palabras se convierte en un libro conmovedor

Barcelona"Mi padre hacía cimas, siempre la hizo. Tomaba un camino y subía hacia arriba, sin mirar atrás. Arriba." Éste es el inicio de uno de los libros más bonitos y conmovedores que he leído últimamente. Cristina Masanés comienza así Marcharones (L'Avenç), pero enseguida, muy pocas líneas después, da un giro: "Cuando entré en la unidad de cuidados intensivos, no había nadie." Y es que el libro ata muy bien estas dos cosas: Masanés nos habla de la travesía que tuvo que hacer su padre, cuando, con 67 años, sufrió un derrame cerebral y perdió la capacidad de hablar. Alpinista apasionado, había hecho muchas cimas, pero ahora le tocaba intentar conquistar una muy difícil: recuperar el habla estaba a la altura de coronar el Everest. El paralelismo funciona muy bien a lo largo de todo el libro: "Viajeros y caminantes lo saben: cuando no hay un terreno trillado, hay que abrir uno nuevo. Como sea."

Esto es exactamente lo que tuvieron que hacer. Si no se podían comunicar con lenguaje –su padre ya no tenía las palabras– tenían que buscar nuevas formas de hacerlo. La autora explica cómo fue la búsqueda de ese lugar común, y entendemos la importancia de un gesto, de una mirada, de una caricia. Seguimos la travesía logopédica, y Masanés nos habla de cómo se realiza la construcción del lenguaje, que empieza cuando somos pequeños. Algo que me impresionó especialmente es el momento en el que explica cómo su padre tenía que volver a aprender a hablar, con los mismos recursos que los niños, pero con una diferencia: "Mi padre se acercaba al lenguaje con un lastre insalvable , con la carga de una expectativa, desde la conciencia de haber perdido un mundo y con el deseo de recuperarlo". Los niños no saben lo que les espera, pero la desesperación, la frustración de saber todo lo que has perdido, de no poder recuperarlo, debió de ser terrible.

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Esforzarse sin resultados

También para la familia: Marcharones explica el proceso del padre, pero también es la crónica de un acompañamiento, lleno de dudas, de incertidumbres, de tristezas que la autora no especifica, pero que se leen entre líneas. Habla de mentiras que querían animar a su padre, que se esforzaba siempre, sin resultados. Humor, cava, montañas y un perro, el perro del padre, ayudaron a la resistencia, que debió de ser dura. Me parece que, como lectores, podemos reconocer la experiencia de acompañamiento, otras enfermedades o circunstancias, y la inquietud de cómo estar, de cómo hacerlo, de no desfallecer.

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Hay mucha dignidad y mucha ternura en la forma en que Masanés habla del padre: "Lo sentimos llorar", y no hace falta que diga nada más. Mientras nos habla del proceso para recuperar el habla, de todas las preguntas que deben intentar responder (¿lo que no se llama deja de existir?, ¿es posible imaginar un mundo sin nombres?, hay que renunciar a la comunicación ¿sin palabras?), Masanés hace el retrato de un hombre nacido en 1935, "de una generación que aprendió a escribir mientras se perdía una guerra". Me ha gustado mucho esta parte, también como habla del abuelo, que dejó el campo por la ciudad y al que hacer pan salvó de la guerra. Con muy poco, Masanés dibuja un universo. Cuando cerré el libro, pensé dos cosas. La primera, que qué forma tan bonita de transmitirnos la belleza y la magia del lenguaje, de hacernos apreciar algo que a veces damos por supuesto. Y la segunda: ¿cómo ha podido poner tantas cosas en un libro tan pequeño?