Sencillamente, la Feliu

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a cantante española Nuria Feliu, 1978, Barcelona, Cataluña, España.

Quan la parla és un clam, quan la parla és un fet. Quan el poble és memòria i el dret a viure un plet” (Cuando el habla es un clamor, cuando el habla es un hecho. Cuando el pueblo es memoria y el derecho a vivir un pleito).

Así adaptó Jordi Argenté Le plat pays de Jacques Brel. Y con su voz característica, su énfasis personal y su convicción profunda lo interpretó Núria Feliu. Era a comienzos de los setenta. Siglo pasado. Todo tan lejos, todo tan cerca. Las voces que le pusieron banda sonora nos van dejando. Por voluntad o por imperativo, factores que un día se confunden y nos hacen ver que la hora ha llegado. Hasta que el fatídico momento lo sentencia. Hoy con la Feliu.

Núria, entonces, ya se reivindicaba. No era, no pudo ser, de los Setze Jutges, porque no era cantautora. Así se lo quería hacer entender el sanedrín de las esencias. Aquellas que se pretendían preservadas. Aquellos que mantenían el espíritu, pero condicionaban las formas. Los que marcaban líneas infranqueables. Todas las que quedaron diluidas tiempo después. No se lo perdonó nunca.

Ella, sin embargo, inalterable e incansable, fue tirando. Y siguió creando mientras versionaba. Y haciéndose suyos sus detractores. Y llevando el catalán por todas partes. A festivales internacionales y a cuevas de jazz autóctonas, a los entoldados o a los teatros locales, acompañada de grandes orquestas o por el piano incontestable de Tete Montoliu. O de Borrull o de Lucky Guri. Mientras tanto, en un eterno mientras tanto, entonaba la alegría de vivir, el desencanto del amor, el dolor por el amante, la patria desolada, la desazón de la espera, la esperanza que queda, que siempre queda, la seducción de la palabra, el cuplé y el bolero, el swing y la chanson, las sardanas, el estándar norteamericano y las creaciones del tándem Andreu-Borrell. O de Parera Font y tantos otros. Y consiguió hacer un disco con el Josep Carreras de la gran plenitud y a la vez otro con Los Guacamayos, porque no podía ser que los grandes éxitos latinoamericanos no tuvieran su versión en catalán.

Porque este fue el único límite y restricción que quiso dar a su larga y compacta carrera profesional: el de pretender un país como cualquier otro y trabajar para ayudar a hacerlo aportando su peculiar normalización. También por eso no tenía un no para nadie. Los medios lo sabían. La radio y la televisión la hicieron suya. Con programas propios y colaboraciones, entrevistas promocionales o conversaciones para ir tirando. Y no renunciaba a Sants, ni al sentido del humor que, entre los amigos, rompía la falsa imagen de tieta que le dieron. Nada más inadecuado. Quien así todavía lo piense, no ha conocido a la Feliu. Todavía menos a Núria.

Pero también es cierto que esta dimensión no querida la ayudó a convertirse en personaje. Lo sabía, lo quería y se sentía. Y le sacaba jugo a la consecuencia lógica de una vida que fue diseñando de acuerdo con las circunstancias, no siempre fáciles, que tuvo que superar. O trampear. Y fueron muchas. A veces muy dolorosas. Pero tras un primer “Ai, nen" previo al lamento que buscaba, que necesitaba consuelo, le seguían la broma y la gracia inconfundibles. A veces corrosiva e implacable con los que la querían poco. No eran muchos, ciertamente, pero algunos tenían el ascendiente de pretender hacerla invisible profesionalmente, si no de ningunearla. Este no fue nunca el clamor popular. Al contrario. Cuando la voz ya no le permitía llegar a las notas de sus incontables éxitos, la puso a disposición de la poesía. Y fueron los versos patrióticos los que enardecían los casales y las plazas de este país. Aquel claro país. El suyo.

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