Música

Rosalía: la Motomami es una Terminator del pop

La artista publica un disco que hace de la metamorfosis una declaración de principios

BarcelonaUna autoficción de Rosalía, esto es el disco Motomami (Columbia-Sony, 2022), dieciséis canciones que son páginas seleccionadas de dos años de vida como estrella: lujo, trabajo, angustia, rabia, sexo y talento musical a tutiplén. Y mandando ella misma en una producción en que ha implicado a grandes nombres como Pharrell Williams y Noah Goldstein, presencias imprescindibles en discos de Kanye West, Beyoncé, Frank Ocean, Travis Scott y FKA Twigs. Esta es la liga donde juega la de Sant Esteve Sesrovires hoy.

En Motomami está la Rosalía poderosa que llega a la gala del MET en un poni, como canta en La combi Versace, pero también la que desconfía de los caprichos de la fama y de las maniobras del diablo que remueve los billetes. Está la que en Hentai celebra el deseo sexual sacrificando la poética, porque a veces es mejor sudar de placer que calentándose la cabeza buscando la palabra justa. Euforia sin drama ni sublimaciones semánticas.

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No falta la Rosalía que reparte collejas que parecen venganzas servidas a mil grados bajo cero. Las tenía guardadas desde los días del apropiacionismo cultural, y las suelta en plano contrapicado, con un tanga de Gucci y las piernas bien clavadas al suelo, como una superheroína enrabiada antes de chafar al enemigo: “Soy igual de cantaora con un chándal de Versace que vestidita de bailaora ”, espeta en Bulerías sin esconderse en ninguna lógica pasiva-agresiva. Va al grano. Nada lamenta, de nada se arrepiente, y dispara versos contra las críticas. “No basé mi carrera en tener hits / Tengo hits porque yo senté las bases ”, sentencia en Bizcochito. Es Messi acallando al Bernabéu después de un gol olímpico.

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Sin embargo, también se siente vulnerable, como el Héctor Lavoe de la canción El cantante, la obra maestra escrita por Rubén Blades y arreglada por Willie Colón. Es la Rosalía que le canta G3 N15 a su sobrino Genís, y le dice, quizás rozando la autoindulgencia, que a ella le toca estar en un lugar donde no quiere estar, en el paseo de los malos deseos donde el lujo y la miseria se aliñan con drogas. Es la Rosalía que lamenta haber pasado dos años sin ver al sobrino, pero, qué le vamos a hacer, así es la vida de la motomami. Como recita en catalán la abuela de Rosalía al final de G3 N15, “la familia es important”, pero “en primer lugar siempre es Dios”. Y por ahora, el Dios de Rosalía es la música. De esto va también Motomami, de demostrarse a ella misma que vale la pena obsesionarse por cambiar las reglas del juego, como hicieron David Bowie en Ziggy Stardust, Willie Colón & Héctor Lavoe en Cosa nuestra, Lole y Manuel en Nuevo día, Björk en Debut y Tego Calderón en The underdog / El subestimado.

Todo habla de ella

En el álbum de debut, Los ángeles (Universal, 2017), la cantante de Sant Esteve Sesrovires era una voz joven que transmitía el legado de cantos antiguos. En El mal querer (Sony, 2018) interpretó un papel construido a partir de un guion: cantaba Malamente, pero aquella experiencia no era del todo suya. Eso sí, mirando el flamenco con eyeliner de trapera encontró una personalidad propia y única. Después saltó al mar de las oportunidades latinas e incorporó nuevos acentos para ofrendar a los dioses del reggaeton. Con altura abrió un camino por donde Rosalía podía correr a golpe de Grammy latino y colaboraciones. Se estaba explicando como artista, pero las canciones no hablaban del todo de ella, sino más bien de sus gustos musicales. En Motomami, en cambio, todo habla de ella, y además desafiando expectativas y apriorismos. Abre el disco con Saoko, el último homenaje al reggaeton clásico y el primer reggaeton que se acostaba con armonías de jazz. Y basta de reggaeton , o casi, porque vuelve a dejarse ver en un segmento de Diablo .

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Saoko tiene la clave de Motomami: la transformación, perseguir una identidad líquida pero consistente e indestructible, como la del Terminator T 1000. Ni es el disco solo latino de Rosalía ni ha dejado de lado el flamenco, como lo demuestra en Bulerías y en muchas de las inflexiones vocales que salpican las canciones. Sí que hay ritmos latinos, pero a menudo con más perfume clásico que urbano. Hay la bachata La fama compartida con el canadiense The Weeknd y sobre todo hay un bolero experimental construido a partir del bolero Delirio de grandeza de Justo Betancourt, otro guiño a los días de gloria de la discográfica Fania, aquel prodigio que revolucionó la música latina hace medio siglo. A Rosalía le gusta relacionarse con la historia de la música. Y desafiarla.

En Motomami dirige a una pandilla de productores norteamericanos para construir un sonido completamente diferente, que se relaciona más con las ideas de vanguardia del artista de Venezuela Arca y su uso de la electrónica y el folclore, o con las producciones de la misma Arca para Björk, pero con un toque juguetón. Añade también la efervescencia del pop coreano y capítulos fundamentales del soul y el&R B; le devuelve la colaboración a la dominicana Tokischa y disfruta en el hedonismo del dembow. Podría hacer lo que quisiera, que todo sonaría a Rosalía y sería inimitable. Esta es la lección que nos planta en los morros: hay quienes esperaban una artista sin identidad, y ella vuelve hecha una Terminator T-1000.