A Laporta hay que atarlo corto

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Joan Laporta en una imagen de archivo.

Hace ya años que se habla del modelo de propiedad del Barça. Un debate del que también participaban, mientras estaban en la oposición, algunos de los miembros de la actual junta directiva de Joan Laporta. Ahora que gobiernan, hablar de una posible sociedad anónima deportiva (SAD) es un tema tabú. Aunque sea en un formato mixto, como el que tiene el Bayern de Múnich. También Josep Maria Bartomeu o Sandro Rosell, cuando eran presidentes, cerraban la puerta a esa posibilidad, mientras presumían de dirigir un club democrático propiedad de su masa social.

Una SAD tiene sus cosas buenas. Desde la estabilidad en la gestión a la profesionalización del órgano ejecutivo, que aleja a los dirigentes de decisiones populistas que solo tienen como objetivo tener contenta a la parroquia para que no les mueva la silla. Pero la SAD alejaría al Barça del romanticismo, difícilmente se podría mantener el Més que un club y se correría el riesgo de que, para tener siempre unas cuentas bien saneadas, se haga pasar las cuestiones económicas frente a las deportivas. El Manchester United, gestionado por la familia Glazer, que lleva 10 años sin ganar una Premier League y que ha sudado para volver a la Champions, es un buen ejemplo de ello.

La masa social del Barça no quiere renunciar a la propiedad del club. Quiere seguir como hasta ahora, pudiendo elegir presidente. Sobre todo, para echar a los que no lo hacen bien. Que se lo digan a Bartomeu, con la moción del 2020. O al propio Laporta, que sufrió una en el 2008 de la que se salvó por los pelos. Por no hablar de la dimisión de Joan Gaspart en el 2003 o la presión a su sucesor, Enric Reyna, forzado finalmente a convocar elecciones. Ahora bien, que la gente pueda votar no implica que lo haga con todas las herramientas posibles. Y aquí es donde entra el control de la gestión.

Son muchos los que, alegando su condición de socios, han intentado conocer detalles internos del día a día del club, más allá de lo que se publica por los canales oficiales o en la memoria anual. Desde contratos de patrocinio o de compraventa de futbolistas. La respuesta ha sido siempre la misma: no se pueden dar detalles por motivos de confidencialidad. A diferencia de un ayuntamiento o de un Parlament, el Barça, como club privado, tiene derecho a poner límites a la información. A acotar hasta qué punto es transparente en su día a día. La política de comunicación es cada vez más restrictiva y los medios –en su condición de contrapoder– tienen muchas más trabas para acceder a sus protagonistas. Tiene toda la lógica del mundo: cuanto más se controla la salida de información, más fácil es escribir tu propio relato.

Esta fórmula, la de estás conmigo o estás contra mí, es muy peligrosa. El debate, sobre todo el debate de alto nivel, enriquece a un club que quiere tener un presupuesto de 1.000 millones de euros. Nada más llegar al poder, Laporta cambió a todos los ejecutivos de primer nivel que había de la época de Bartomeu para poner a gente de su confianza. Otros hicieron las maletas por propia voluntad. El primer vicepresidente económico, Jaume Giró, dimitió una semana después de las elecciones. El CEO, Ferran Reverter, no duró ni un año en el cargo. Y el antiguo directivo responsable del Espai Barça, Jaume Llauradó, abandonó el barco por discrepancias con la remodelación del Camp Nou.

Es cierto, Laporta es el presidente y es quien tiene que tener la última palabra. Y en caso de conflicto, tienen que ser los peones, y no el rey, los que abandonen la partida. Laporta, por su talante, tiene una imagen triunfante del Barça y un proyecto más ambicioso que cualquier otro. Pero una cosa es lo que se desea y otra lo que se puede conseguir. La línea que separa el atrevimiento de la temeridad es muy fina. Por eso a Laporta, como a cualquier presidente, hay que atarlo corto.

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