Frank Rijkaard escuchó, reconcentrado y con mirada nublosa, mi pregunta: “¿Qué aporta Eto’o al equipo?” Y, a pesar de lo que se pudiera llegar a pensar, en una nueva tarde de ojos enrojecidos, su agilidad mental estaba intacta. Respondió en unas décimas: “Es el que mete goles”. "¿Solo eso?", repregunté. Y él asintió.
Exactamente esto es lo que pensamos aquí de los delanteros goleadores, los nueves, los arietes. Como un grifo hace correr el agua, un botón cambia de canal y un cinturón aguanta los pantalones, el goleador es un mecanismo que hace una misión concreta, que es recibir la pelota y, pum, meterla en la portería. Y sí, el estadio se hunde a su alrededor y hay volcanes de pasión en el planeta cuando esto pasa. Pero el buen hombre sigue siendo un jugador que depende absolutamente del pase para poder proceder a, pum, meter el gol.
Hay delanteros y delanteros, claro. Algunos cogen la pelota a 50 metros del área, se van de seis jugadores y meten el gol de nuestra vida. Está Messi, y no querría que ahora nos pusiéramos todos tristes, y ya me sabe mal. Y, aparte de Messi, está el Ronaldo bueno, y Neymar, y Ronaldinho, y estos fenómenos que generaban juego, no solo acababan jugadas. Si nos ponemos exquisitos, también está Romário, que no podía recibir lejos del área, pero lo que él hacía no dependía del pase: era arte.
Y después están los arietes. Y, a pesar de la épica que los acompaña, una épica un poco cuartelera, de abundante testosterona y asociada a imponentes físicos, los arietes son un subgénero menor que el de los grandes delanteros. Y nos hemos pasado años denunciando la imponente mentira, la planetaria estafa, el cósmico engaño que ha sido Cristiano (el Ronaldo malo), un mero rematador. Y han sido años de explicar al mundo que Messi era mejor goleador, pero que, sobre todo, era el principal creador de fútbol y desequilibrio que han visto nuestros ojos, y que la mera idea de compararlos era un insulto, como comparar a Joan Gamper con Toni Freixa.
Y, amigos, esto es Robert Lewandowski, nos tememos. Buenísimo combinando, buenísimo desmarcándose, óptimo profesional, cañonero consumado, máquina de anotar. Pero el Barça no se ha hecho único con sus nueves (echen la vista atrás, traten de quitarme la razón), sino con sus dieces, ochos, seises y cuatros, tan grandes y tan buenos que era prácticamente indiferente tener a Salinas o a Luis Suárez para meter, pum, el golecito.
Fíjense que todas mis pegas con Lewandowski no incluyen fechas de nacimiento, cifras de fichaje, amistades con representantes ni análisis eruditos de color salmón. Es solo que Lewandowski no me convence, porque, si no es él, sería Ansu y, si no, Aubameyang y, si no, Memphis. No me convence porque él es un nueve y esto es el Barça.