El robo del siglo

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Jude Bellingham protesta después de que Gil Manzano señalara el final del partido antes de que él rematara a gol.

Nos hemos acostumbrado tanto al ruido que ya ni lo percibimos. Lo hemos normalizado. Todo es un escándalo, una vergüenza, la competición está amañada, los árbitros están bajo sospecha, los señores vocean en las tertulias, se premia la filiación al club de turno de periodistas que los defienden con pasión, maneras y modos de fanáticos. Se analizan hasta la saciedad, en bucle, jugadas controvertidas y consumimos una polémica detrás de otra sin tiempo a digerirlas mientras se cavan zanjas en las trincheras cada vez más hondas y las listas de agravios son cada día más largas. El robo del siglo es la pérdida de credibilidad y dignidad de los profesionales, el daño irreparable de la reputación e imagen de la competición, la creencia cada vez más generalizada de que nada está limpio, que hay conspiraciones y manos sucias por todos lados.

Nos están hurtando que el fútbol sea un espacio para la diversión, el escape, el disfrute. Estamos rodeados de iracundos convencidos de tener la razón en mayúsculas que apuntan y señalan públicamente a los rivales como enemigos. No hay mesura, calma ni argumentos sin gritos. El caso Negreira, los vídeos de Real Madrid TV, las declaraciones de Laporta y Xavi afirmando que la competición está adulterada, los analistas arbitrales asegurando una cosa y la contraria según el dial o el medio, los avances tecnológicos que en lugar de servir para calmar al gallinero lo agitan. Las disputas no tienen fin y se ceban en medios de comunicación rendidos a la dictadura del clickbait en el que las webs son monstruos insaciables que hay que alimentar sin descanso.

En un mundo cada vez más hostil y desquiciado el fútbol ya no sirve de refugio o descanso, el "pues anda que tú y tú más" es tendencia; los zascas, la ley. Todos somos sospechosos de algo y los indignados son legión. No se debate, se discute, y nadie parece reflexionar hacia dónde vamos porque estamos demasiado ocupados enfadándonos, ofendiéndonos y recitando nombres y apellidos de árbitros de ayer, hoy y siempre.

Me declaro cansada, harta y frustrada. Me pregunto si alguna vez he contribuido al jaleo y me exijo ser más consciente para no formar parte del estruendo. No sé tú, pero yo ya no soporto más este zumbido permanente. Porque esto, en fin, no hay quien lo aguante.

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