Viaje al Okavango, el río africano que frena el desierto
El delta de este río único de África es un catálogo de biodiversidad y en lugar de morir en el mar se desvanece bajo la arena del desierto del Kalahari
MaunEl delta del Okavango se admira desde el aire. Y después, con toda la calma, vendrá el momento de pisar tierra y sobre todo, de navegar por los meandros que forma este río antes de desvanecerse bajo la arena del desierto. Precisamente, este capricho de la naturaleza hace del delta del Okavango un paraíso extraordinario y desde una avioneta o un globo se obtiene la mejor imagen, quizás la única capaz de dejar constancia del alcance de este lugar para el que se acaban los adjetivos sinónimos de impresionante o maravilloso.
Quizás por nuestras latitudes desconozcamos qué es el Okavango, y abrumados por la inmensidad de África no hemos estado a la altura para valorarlo como es debido. Diremos, a modo de apunte o de agravio, que hay quien sitúa aquí las mejores puestas de sol del mundo. Pero antes de continuar, deberíamos imaginarnos un río que recorre unos 1.200 kilómetros desde que nace en las montañas de Angola, atraviesa la franja del Caprivi de Namibia y muere sin poder llegar al mar porque, en su camino, se topa de repente con el desierto del Kalahari, al noroeste de Botsuana.
El suyo es un viaje muy lento y las aguas se toman más de tres meses a realizar el trayecto, así que, paradójicamente, cuando llega la estación seca (de mayo a octubre) el río inunda el tramo final y se esparce por una enorme superficie que, para hacernos una idea, ocupa la mitad de Catalunya. Alrededor del mes de julio (en invierno austral) es el pico de agua, que comienza una retirada hacia la primavera austral para iniciar de nuevo el ciclo.
Como decíamos, sin salida al mar, el río discurre por humedales, canales y meandros perfilados por papiros, lirios de agua y juncos. A vista de pájaro, la estampa es la de un manto verde en el que en esta época de esplendor se dejan ver algunas de las más de 100.000 islas de todos los tamaños, algunas de las cuales, para hacerlo aún más de post de Instagram, tienen forma de corazón.
El ciclo de las lluvias
Las temporadas secas y lluviosas marcan el paisaje del delta, pero para tener la mejor vista es aconsejable optar por la más seca, porque también es cuando se pueden encontrar más animales, ya que la fauna se concentra alrededor del río. Éste es uno de los lugares emblemáticos para vislumbrar los llamados big five, los cinco grandes animales de la sabana africana: el leopardo, el león, el rinoceronte, el elefante y el búfalo negro. Pero más allá de estos cinco, hay más de 2.000 especies animales y vegetales que se concentran en esta zona y conviven con miles de personas que dependen de ella para subsistir.
Hechas las presentaciones, la majestuosidad del delta del Okavango entró en la lista del patrimonio de la humanidad de la Unesco en el 2014, pero este reconocimiento no le ha ahorrado estar bajo varias amenazas que hacen temer por el futuro de este ecosistema único en todo el mundo. Ya volveremos.
La entrada más habitual en el delta es para Maun, la tercera ciudad de Botsuana que ha crecido a la sombra de la atracción que genera el Okavango. Seguramente, sin el delta, sería una localidad que pasaría inadvertida para el viajero, pero cuando se accede hay un ajetreo constante y las casas de planta baja se mezclan con comercios: gasolineras, supermercados o los lodges, los alojamientos rurales para quienes quieren hacer safaris. Es una parada obligatoria para abastecerse de todo lo necesario una vez entramos dentro del delta y es la antesala de Moremi, una reserva de animales que, sin ser uno de los grandes parques nacionales del país, hace el peso.
Las instalaciones del aeropuerto de Maun son modernas, a pesar de la sencillez. Aquí aterrizan vuelos procedentes de las ciudades de la región del sur de África y también de aquí despegan las pequeñas avionetas y los helicópteros que, con precios de pequeño lujo, son los únicos capaces de ofrecer un vuelo panorámico por la inmensidad del delta. Cuando se ponen en marcha los motores y el aparato comienza a tomar altura, la pista de arena roja queda enseguida atrás para entrar en un festival visual. Los ojos no dan abasto porque no saben lo que buscan; el pasaje comparte la excitación de ser quien llame "allá!", una indicación que puede suponer el hallazgo de una manada de elefantes en el aviso de una de las curvas con las que parece divertirse el Okavango. La experiencia del vuelo se corta –en torno a treinta minutos– y definitivamente los 300 euros de la factura es un precio fijado para que lo paguen los privilegiados caprichosos.
Pero el Okavango, decíamos, se admira como lo hacen los pájaros, desde arriba. Y después es cierto que también se pisa y sobre todo se navega. Quizás el orden está a la inversa, porque para llegar a las islas más grandes sólo existe la vía fluvial. Sin carreteras, le toca el turno al mokoro, la canoa local que tradicionalmente se construía de madera y ahora ya son mayoritariamente de fibra de vidrio, un material más resistente y sostenible. Un guía propulsa la embarcación con una pértiga larga y fina que clava en el río. Si hay una palabra que describe la sensación, ésta es la de paz. O tranquilidad. Busque sinónimos a esa sensación de estar en la gloria, siendo consciente de que ni en las mejores pantallas ni los mejores sueños nos hemos visto conducidos por unas aguas claras, plagadas de nenúfares.
La consigna es no moverse durante todo el trayecto y no hacer ruido. Tranquilidad, porque es un objetivo muy sencillo: sobran las palabras y cualquier distracción es una pérdida de tiempo y oportunidad de ver pasar la rica vida que existe entre los carrizales. En silencio y en un asiento a orillas del río, el Okavango es un catálogo de silbidos y cantos de aves, de gruñidos de hipopótamos. Unos sonidos que combinan a la perfección con el roce de la embarcación deslizando el agua.
La maravilla se hace tierra porque la entrada del privilegio incluye la posibilidad de pasar la noche en las islas. Quedan algunas que no han sido invadidas por el afán del turista de disponer de lujo asiático en el corazón de África y todavía mantienen la oferta simple de unas tiendas de campaña colocadas en torno a un fuego en el suelo. Seguramente esta es la mejor opción, por económica, por el contacto directo con todos los ruidos de la noche y, si se tiene suerte, por un buen guiso de pollo o cudú acompañado del buche, una especie de papillas que hacen la función del pan. No hablemos de gámping, sino de proyectos que explotan las comunidades locales que habitan estas tierras, como los san (el pueblo más antiguo de la región) o los twsuana, los herero o los basubiyaque. Capítulo aparte son los grandes complejos turísticos y lodges al más puro estilo de Memorias de África, que están ganando terreno en los catálogos turísticos. Quizás es mejor prescindir de tanta comodidad para poder hacer una travesía por el río antes de caer el sol y cruzar los dedos para que el azar o una divinidad local nos haga coincidir con animales.
En tierra firme, hay un festival de acacias y baobabs, pero si hay un elemento que sorprende son los termiteros, que pueden llegar a medir dos o tres metros de altura y, aunque pueden parecer simples montículos plantados sin orden ni concierto, lo cierto es que son cruciales para mantener vivo el ecosistema del Okavango. De hecho, nos quedamos cortos: a estos insectos se les puede atribuir la formación de este delta descomunal porque gracias a estas estructuras de barro, ya los árboles que crecen dentro, se impide el flujo de las aguas del río y, además, sirven para la base de la creación y modificación de las islas.
Patrimonio en riesgo
Al Okavango vienes una vez, pero el río fluye por tu mente toda la vida, dicen los locales a los turistas. Se resiste a desaparecer de los mejores de los recuerdos, pero cuidado, porque hoy sobre el delta hay varias amenazas que pueden poner en riesgo la biodiversidad y la vida. Dentro de este territorio viven especies endémicas y en peligro de extinción que cualquier cambio podría resultarles letal. La Unesco ha querido distinguir estos escenarios declarándolos, en 2014, patrimonio de la humanidad y, además, el gobierno de Botsuana tiene leyes y políticas de protección de este territorio.
Pero toda esta protección no ha servido para que no aparezcan proyectos que intentan explotar las riquezas del delta y que los medioambientalistas y las comunidades locales advierten que, de salir adelante, supondrá el fin de la vida tal y como se la conoce hasta ahora. Una de las grandes amenazas es un exceso de extracción de agua. El Okavango es la gran reserva de toda la región y puede verse comprometido si Angola –aguas arriba– autoriza el incremento de industrias agrícolas que necesitarán mucha agua y, sin duda, repercutirán en los flujos del río y, por supuesto, en el ecosistema del delta.
La otra gran amenaza, de hecho, son dos: el gas y el petróleo. Una empresa de capital canadiense, ReconAfrica (Reconnaissance Energy Africa Ltd) renovó el pasado año las licencias para continuar la prospección de estos dos elementos, y se teme que algún incidente o derrame accidental ponga fin a la vida que se esconde bajo las claras aguas del río. Incluso le acusan de utilizar la peligrosa técnica del fracking, que causa ruidos y molestias en la fauna aunque, de momento, no ha iniciado ningún trabajo en Botsuana y se ha limitado a la vecina Namibia.
Pero en este paseo por el río que se pierde bajo un desierto sólo puede haber un buen punto final. Maun vuelve a ser la referencia, el cruce desde donde se puede continuar el viaje por los vecinos parques de Chobe y Savuti, para los que no quieren salir de Botsuana, o dar el salto en avión hacia las cascadas Victoria, repartidas entre Zambia y Zimbabue. La última oportunidad para admirar al Okavango.