

En 2025 se inicia con un panorama que en conjunto parece favorable para la economía mundial, con inflación decreciente y crecimiento al alza. La mayoría de bolsas de valores del mundo desarrollado registraron un ejercicio 2024 espléndido y las perspectivas de crecimiento de los beneficios empresariales se mantienen positivas de cara a 2025. Sin embargo, si afinamos la mirada más allá de los grandes titulares, observamos que gran parte del dinamismo mundial depende de una sola economía, la americana, mientras que los problemas se acumulan en los dos grandes motores europeos, Francia y Alemania, y la economía china pierde impulso paulatinamente. En el fondo de la imagen, los niveles históricamente elevados de la deuda pública en muchas economías, incluida la americana, y el temor a una guerra comercial entre las grandes potencias ensombrecen el paisaje.
Sorprende que a pesar del brillante comportamiento de los mercados financieros y la fortaleza de la economía americana en su conjunto, los consumidores de este país no se muestren suficientemente satisfechos con la situación económica. En realidad, la brecha entre la buena marcha de la economía y el sentimiento más bien pesimista de la ciudadanía no es un fenómeno reciente, sino que parece estructural. Según Gallup, entre 1980 y los primeros 2000 en torno a un 40% de los consumidores encuestados mostraban un razonable grado de satisfacción con la situación económica. Por el contrario, a lo largo de las dos últimas décadas este porcentaje ha disminuido hasta el 25%. Para explicar la disociación entre las grandes cifras macroeconómicas y el sentimiento de la ciudadanía muchos analistas señalan la frustración ante la percepción de estancamiento e incluso de pérdida de bienestar de las clases medias –fenómeno que sería extensible, con matices, a este lado del Atlántico.
Parece paradójico que una vez superadas la crisis financiera y la pandemia, y en un momento histórico en el que las nuevas tecnologías deberían permitir un aumento sin precedentes de las capacidades productivas, lo que prevalece es la percepción de incertidumbre y la desconfianza hacia el futuro. Un ejemplo de esta pérdida de confianza es la evolución del oro en estos últimos años. El precio de mercado del metal noble, que ha sido tradicionalmente un valor refugio en tiempos de incertidumbre, comenzó una escalada imparable a partir de octubre de 2022, con un incremento del 27% sólo en 2024, alcanzando un máximo histórico , por encima de los 2.700 dólares por onza el pasado trimestre.
El impulso de diversificar inversiones
Parte de este aumento exponencial del valor viene explicada por las compras de las clases adineradas de países emergentes –como China, India, Brasil y Rusia–, en un entorno de desconfianza con la capacidad de sus gobiernos para garantizar la preservación de la riqueza acumulada. Sin embargo, algunos bancos centrales se han sumado a la fiesta revirtiendo la tendencia secular de estas instituciones a reducir sus depósitos en oro como activo de reserva. En el caso particular de Rusia, esta renovada preferencia por el oro es fácilmente explicable como estrategia defensiva frente a las sanciones económicas impuestas por Occidente. Pero en el caso de los bancos centrales de China, Turquía o India, se trata de una estrategia premeditada de diversificación frente a un contexto geopolítico más incierto. Una derivada perversa de esa nueva fiebre del oro la encontramos en los países productores en zonas de conflicto. En Sudán, que sufre una sanguinaria guerra civil desde abril de 2023, el comercio del metal, legal y de contrabando, ha aumentado extraordinariamente, financiando la compra de armas por parte de las facciones enfrentadas. En este país castigado, la codicia de los foráneos por el metal precioso se convierte en maldición para los nativos.
En Occidente más desarrollado este papel de activo refugio en un mundo incierto podría empezar a jugar con fuerza eloro digital, es decir, las criptomonedas y, en especial, el bitcoin. Como su contraparte física, este oro digital no proporciona rendimientos de ningún tipo y, a diferencia del metal noble, carece de uso industrial alternativo. Tiene simplemente el valor que los compradores quieran atribuirle en un marco de demanda creciente contra una oferta limitada. A partir de 2025 las transacciones en este tipo de activos empezarán a estar reguladas por el Reglamento MiCA (markets in crypto-assets) y las principales entidades bancarias españolas ya han anunciado que le ofrecerán a sus clientes. Por otra parte, el presidente electo de EE.UU., Donald Trump, ha afirmado su voluntad de que el gobierno constituya un importante fondo de reserva denominado en criptomonedas. De hecho, desde que ganó las elecciones el valor del bitcoin se ha disparado y no sería una sorpresa que otros gobiernos tomaran decisiones similares –actualmente el bitcoin ya se puede utilizar como medio de intercambio, y no sólo como reserva de riqueza, en El Salvador.
La promesa de la revalorización sin límites
La desconfianza radical respecto a los estados y también de los bancos centrales es parte esencial de la ideología dominante en los círculos cercanos al presidente americano. Esta desconfianza se extiende a una parte de la población que le ha votado y que es la que más dificultades tiene para acceder a los activos físicos más básicos, como la vivienda. En compensación, este segmento de la población se verá más tentado a acumular el nuevo oro digital, que parece revalorizarse sin otro límite que la misma fe en la que seguirá revalorizándose. Actualmente, la emisión de bitcoin en el mundo ha alcanzado un valor de mercado cercano a los dos billones de euros, superando con creces al PIB español. ¿Dónde está su límite? Como casi todo en economía, es una cuestión de confianza en las bondades de los nuevos activos digitales, pero también de mayor desconfianza hacia los activos que dan rendimientos denominados en monedas emitidas por los estados. Un signo del tiempo.