He hecho cerámica y no me arrepiento: crónica de un cínico aleccionado

Asistimos a una clase de cerámica para intentar entender por qué este arte milenario se ha puesto de moda entre la juventud

Pau Cusí
6 min
Un momento de la clase de cerámica al centro cívico El Surtidor

BarcelonaHace unos meses que la cerámica se ha introducido indirectamente y contra todo pronóstico en mi vida. Entendedme, no es que me haya comprado un torno de alfarero. Tampoco me he aficionado a visitar mercados dominicales de productos artesanales; aquel tipo de ferias infernales donde puedes comprar jarrones, quesos cremosos y el collar de cuero más feo que verás en toda tu vida. No, el entusiasmo ceramista se ha manifestado en mi entorno de forma más sutil: un cartel a la salida del metro que anuncia cursos para hacer cerámica; una compañera de trabajo que sí, efectivamente, tiene muchos amigos que se han aficionado; ahora una publicación nada fortuita de Instagram que explica dónde, cuándo y por qué precio puedo empezar a confeccionar mis propias piezas... No hay que doctorarse en marketing para extraer las primeras conclusiones; con una búsqueda rápida en Google –“cerámica Barcelona”– se hace patente que este arte está de moda. Y los más apasionados por la arcilla, sorprendentemente, son los jóvenes. ¿Por qué?

Flor López dando indicaciones a uno de los asistentes al curso.

Un arte poco pretencioso

El Centre Cívic El Sortidor es uno de los muchos locales de la ciudad donde se ofrecen cursos de cerámica. La encargada de impartir el taller es Flor López, una diseñadora gráfica y ceramista argentina que, desde hace tres años, revela a los aprendices cómo dar una forma coherente a un trozo de barro. También es ella quien, de entrada, confirma la sospecha que tenía: los jóvenes se han entregado a este arte milenario. “Ha venido gente joven desde el primer curso, con intensivos de verano incluidos. Todo ello ha cambiado mucho. Antes, la cerámica, como cualquier otra artesanía, no les despertaba un interés especial”, dice. 

¿Y a qué se debe, esta oleada de adeptos? Uno de los factores que explican el boom, según ella, es la pandemia. “La gente tenía mucho tiempo para ver vídeos, imágenes, diferentes tipos de expresiones artísticas..., y se puso a hacer cursillos”, dice. Y añade: “La técnica es accesible. Cuando lo has aprendido, hacer cerámica en casa es sencillo, y el resultado es una cosa que has creado tú; esto siempre da satisfacción”. Cuando le pregunto por el perfil de persona que, más allá de la edad, se interesa por este arte, la instructora lo tiene claro: “Las mujeres son mayoría y no solo vienen profesionales vinculados a las ramas creativas, aquí tenemos gente de todo tipo de ámbitos”, sentencia.

El grupo de hoy, conformado por diez personas que vienen cada miércoles desde hace tres meses, ejemplifica la tendencia de la cual habla Flor: no pregunto las edades –tema espinoso, ya se sabe–, pero resulta evidente que los que rondan la treintena son mayoría. Entre ellos, una abogada, una editora, dos trabajadores del ámbito del marketing digital y una licenciada en biomedicina. En otras palabras: en el taller no hay aspirantes a emular a Bernini, precisamente.

Imagen detalle del acabado de una pieza.

Crónica del enfangado

Lo primero que sorprende de la clase es que hay libertad absoluta para crear. No es que yo viniera con la idea de emular la escena erótica de Patrick Swayze y Demi Moore en Ghost, pero sí que creía que, a lo largo de las dos horas que dura la sesión, los participantes imitarían paso por paso las acciones de la instructora. No es así. Siguiendo los consejos individualizados de Flor, aquí cada cual trabaja sus piezas semana ttras semana. Una dinámica que me favorece, cabe decir, puesto que mi condición de intruso sin bagaje no me habría permitido seguir una clase de nivel avanzado.

Con la arcilla de baja temperatura y un par de utensilios quirúrgicos delante, no hay nada más que decir: toca poner, literalmente, las manos a la obra. El primer paso, según me indican, consiste en redondear la masa para, después, hundir el pulgar bien abajo. Para que se me entienda: si diera por acabada mi creación en este punto, tendría un bol de diámetro ridículo, una especie de vaso de chupito prehistórico. No prometo que el resultado sea mejor. Pero vayamos por partes.

La nueva pasión milenial por este arte es más fácil de entender cuando la frigidez de la arcilla te enfría los dedos. Hay algo, en este gesto, que te transporta a las clases de plástica de la escuela, cuando mezclábamos plastilina de diferentes tonalidades con la esperanza de que la aventura cromática no acabara donde empieza el temido y nada carismático color marrón indefinido; en tiempos pretéritos en que creábamos aberraciones antropomórficas con este material mientras vigilábamos de reojo que el colgado de la clase no nos clavara un punzón a traición. Quizás es esto, lo que te atrapa, o quizás es la candidez de la clase y sus integrantes. La serenidad que desprenden es irreal, impropia de una ciudad como Barcelona, y por un momento me planteo si todo ello es una broma y en realidad están grabando un anuncio de agua mineral natural. En un mundo donde algunos miran series a velocidad 1.5x para ahorrar tiempo, es francamente noticiable que este reducto de personas practiquen, esencialmente, la misma actividad que un individuo descamisado del neolítico. Ah, y de paso renuncian –ni que sea porque tienen las manos embadurnadas– a responder a los whatsapps de su jefe de departamento. 

Una de las evidencias que constato es que parte del éxito de los talleres de cerámica se debe al factor humano. Quizás es un hecho excepcional, pero mientras doy forma a mi pieza, estas personas que hace tres meses no se conocían de nada tienen varios frentes dialécticos abiertos: si la última participante de Eufòria canta mal o muy mal, si las mejores playas del área metropolitana están en el Prat, o si pintar el florero de Carme de color negro es buena idea (personalmente creo que no porque corre el riesgo de parecer un jarrón funerario, pero esta ahora no es la cuestión). 

Mientras, renuncio progresivamente a hacer un papel digno en esta experiencia autoimpuesta. Ante la incipiente evidencia de que mis manazas no están capacitadas para diseñar una asa, lo que en primera instancia tenía que ser una taza se acaba convirtiendo en un mortero de alioli, si bien durante unos instantes más bien parece el molde de una vagina como los que (supongo) tienen los ginecólogos en sus consultas. Llegados a este punto, Flor me acerca una especie de cuchillo-espátula que me tiene que servir para borrar las arrugas de la pieza y, aprovechando el momento, le pregunto qué le parece mi creación. Como tengo ojos en la cara y unas cuantas primaveras en los hombros, sin embargo, no me hacen falta elogios impostados: en la cerámica, como en el amor, si una cosa no está mal, significa que no está bien.

Bromas aparte, esta quizás es, precisamente, una de las grandezas de la cerámica, que no hace falta ser sobresaliente en la técnica para disfrutarla. En los talleres, el milenial quemado por la hipercompetitividad laboral (y social) se puede permitir el lujo de perpetrar un atentado arcilloso –una taza con el contorno serrado como la cola de un caimán, por ejemplo– y no sufrir las consecuencias. A menos, claro, que te ofenda profundamente que alguien reinterprete la función de tu mortero diminuto y le atribuya sin previo aviso la condición de bote para el hueso de las olivas, un cargo sin duda menos estiloso. 

Conclusiones (si es que se pueden extraer)

Han pasado dos días y esta crónica, como el mortero aberrante, está en plena cocción, de forma que ha llegado el momento de las confesiones. Esto que estás leyendo tenía que ser un relato cínico, un escrito barnizado con tres o cuatro pátinas de ironía sobre la nueva tendencia de la siempre vanidosa juventud barcelonesa. Pero no ha sido así. No ha sido así porque, mientras escribía, pensaba en la pareja de expertos en marketing digital y sus tazas trasher que se convertirán en posalápices. En la licenciada en biomedicina que nos hablaba de penas amorosas mientras pulía un plato. En la editora que incluso llevaba anotadas en un bloque de notas las medidas que tenía que tener su jarra. Las piezas a las que han dedicado dos de las ciento sesenta y ocho horas de su semana pronto saldrán del horno y serán dignas –o no– de ser admiradas. Algunas incluso acabarán a sus perfiles de Instagram, que de esto se trata. Pero también las hay que se agrietarán mientras cuecen entre 900 y 1.000 grados centígrados. Otras directamente no aguantarán el tipo y, antes de que Flor abra la puerta del horno, se desmenuzarán en centenares de pedazos. Y la cuestión es que, de hecho, nos importará muy poco, porque si hay algo a lo que estamos acostumbrados es a que las cosas salgan mal.

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