Escapadas

Luz, fuego y rituales centenarios: las tradiciones ancestrales de Navidad que todavía perduran

Hacemos un viaje desde el Berguedà hasta Onil repasando las fiestas paganas que todavía celebramos por el solsticio de invierno

Fiesta del Pino de Centelles
Cristina Torra
19/12/2025
6 min

BarcelonaMucho antes de que la Navidad cristiana absorbiera las festividades paganas, nuestros antepasados ​​subían a las montañas para encender hogueras, quemaban troncos y bajaban teyas. No lo hacían para conmemorar ningún nacimiento divino, sino por pura supervivencia: era necesario despertar el Sol, darle fuerza para que renaciese y asegurar que la luz volvería para fertilizar la tierra. Simbólicamente, los humanos ponían en la tierra la luz que faltaba en el cielo para ayudar al Sol a coger energía para volver a trabajar e iniciar el ciclo del eterno retorno. El fuego destruye por purificar, y la vegetación —el pino, el abeto, el haya— se ofrece en sacrificio y libera la energía solar que ha atesorado durante el verano para devolverla a la comunidad en pleno invierno.

Hoy, este latido ancestral todavía resuena con fuerza en todos los Países Catalanes. Es un patrimonio inmaterial vivo que ha sobrevivido a siglos de prohibiciones y modernidad. Desde los valles más altos del Pirineo hasta la orilla del Mediterráneo, pasando por las islas, todavía se viven noches de humo de olor a carrizo quemado y cánticos repetitivos que nos conectan directamente con nuestros orígenes.

Os proponemos un viaje donde iremos a buscar el grito ancestral de la Fia-faia en Bagà y en Sant Julià de Cerdanyola, y sentiremos el peso sagrado del pino de Centelles. Descubriremos cómo renacen tradiciones olvidadas como la quemadura del carro en Organyà, la Soca de Nadau en Les y la bajada de teyas en Gurb, y atravesaremos el mar para ver girar el fuego en el Alei Alei mallorquín o en los faches valencianos. Todos ellos son testigos vivos de una misma verdad: mientras haya alguien dispuesto a encender una llama contra la noche, la vida acabará siempre ganando.

La Fia-faia de Bagà y Sant Julià de Cerdanyola

Pocas tradiciones pueden presumir de ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. En Bagà y en Sant Julià de Cerdanyola, la Fia-faia ostenta este título y convierte la Nochebuena en un ritual atávico que nos conecta directamente con nuestros orígenes. Todo comienza en las cimas, desde donde los falleros bajan una serpiente de fuego hecha de hierba tora hasta las plazas de los pueblos. Allí, la oscuridad se rompe al grito hipnótico de "Fia-haia, que Nuestro Señor ha nacido en la paya". Es un cántico que proviene del latín fiado (que se haga) que relaciona el pasado pagano con la Navidad cristiana para forzar el regreso del Sol. La fiesta, sin embargo, no acaba con la llama: el ritual se cierra con sabor a tierra, compartiendo colectivamente el tradicional alioli de membrillo. Un tesoro vivo que nos recuerda que la luz siempre vuelve.

La quemadura del carro de Organyà

En Organyà, en el Alt Urgell, saliendo de la Misa del Gallo, la plaza de las Homilies se transforma en escenario de una fusión histórica singular. Primero, aparecen el Cavallot y la Balladora y hacen una danza de raíces medievales que representa, como una burla, el poder feudal que gobernaba estos valles, personificado en estas figuras solemnes y grotescas a la vez. Luego, llega el ritual milenario de quemar leña para combatir la oscuridad del solsticio. Esta pulsión primitiva sufrió una metamorfosis curiosa en la década de los 70, cuando la hoguera tradicional se reconvirtió en la quemadura del carro. Lo que empezó como una manera de aprovechar herramientas del campo en desuso se ha ritualizado hasta el punto de que, hoy en día, el carro que arde ya no es un trasto viejo cualquiera: se construye artesanalmente cada año con el único propósito de ser ofrecido a las llamas y preservar así este patrimonio rural. Es un sacrificio de arte efímero que une la sátira histórica con la magia del fuego renovador.

La Soca de Nada en Les

Si el fuego de Organyà simbólicamente arde lo viejo para renovarse, en el Vall d'Aran la llama tiene una misión más primordial: calentar el alma de la comunidad. En Les, la Nochebuena gira alrededor de la Soca de Nadau, un ritual que ha sabido dar el salto del hogar a la calle sin perder su esencia protectora. Antiguamente, en las casas pirenaicas sin calefacción, la cepa era literalmente la vida: un gran tronco de haya ardía lentamente en la chimenea para garantizar que el frío no ganara la partida durante las noches más crudas. Hoy se hace para todo el pueblo. Días antes se busca la cepa más grande del bosque —puede llegar a pesar dos toneladas— y se planta en la plaza. La noche del 24, se enciende solemnemente y se convierte en un faro de calor mientras se comparte el vino caud (vino caliente) y la esperanza. Un recordatorio de que, cuando el invierno es muy severo, la única manera de sobrevivir es juntarse en torno a la misma luz.

El Alei Alei en Capdepera

Al otro lado del mar, en Mallorca, el solsticio tiene una banda sonora propia que ha estado a punto de extinguirse. Capdepera, en 2018, decidió recuperar un fuego que le pertenecía. Aquí, las antorchas no son de madera, sino de carrizo, una hierba humilde y áspera, abundante en la isla, que es trenzada con maestría para crear las faies. La fiesta se celebra el fin de semana antes de Navidad, cuando las calles se llenan de humo blanco y de un cántico hipnótico: "Aley, alei, colgando de un cabello...". Nadie sabe a ciencia cierta qué significa "Alei" —puede ser una deformación de aleluya o un grito de alegría anterior al cristianismo—, pero cuando los gabellinos le llaman mientras hacen girar las hacías encendidas, prueban que la tradición, como el sol de invierno, puede parecer muerta pero siempre guarda una chispa lista para volver a enc.

El Aley-Alei de Capdepera.

La bajada de teyas en Gurb

En Osona, el fuego del solsticio demuestra que nunca es tarde para recuperar una tradición. La bajada de teyas de Gurb es la prueba de que el instinto de encender luz en invierno sigue intacto: nacida apenas en el 2011 de la mano de un grupo de padres de la guardería, la fiesta ha arraigado con una fuerza sorprendente y ya se ha convertido en patrimonio del pueblo. Los teiers suben al castillo de Gurb para bajar, una vez oscuro, en una serpiente de fuego hecha con teyas de pino hasta el casco urbano. Allí, las pequeñas llamas individuales se unen para encender el Gran Teiot, una gran estructura que preside la plaza desde la Candelaria pero que arde el sábado antes de Navidad. Es una fiesta de fuego joven con alma antigua, donde los vecinos reivindican que ser teier es "amar el fuego como símbolo de luz" y recuerdan que, incluso en el siglo XXI, "somos tradición, somos calor, somos luz".

Los teiers de Gurb

Los faches en Onil

En el sur, en la comarca del Alcoyano, el fuego no es estático; en Onil, el fuego se baila. Es la Noche de los Fachos, una tradición que transforma la Nochebuena en un espectáculo de círculos de luz hipnóticos. El elemento clave es el esparto, una planta que los colivenques cosechan días antes en la sierra: el esparto seco (la "totxa") sirve para quemar, y el verde para atar y trenzar la estructura con una maestría artesanal. Cuando oscurece, la plaza Mayor se llena de vecinos que hacen rodar los fachos como si fueran molinillos y crean una galaxia de anillos de fuego. Aunque la tradición cristiana dice que se hace para "dar calor al Jesuset", el origen pagano lo explica como un ritual de luz para combatir el frío. Esta danza de chispas, con nombres como aixamas o chamelas, se repite también en pueblos vecinos como Jijona, Relleu, Tibi o la Torre de las Maçanes.

La Noche de los Fachos

El pino de Centelles

Si hasta ahora hemos visto cómo el fuego se enciende para imitar el Sol, en Centelles el protagonista es un ser vivo que desafía la muerte del invierno manteniéndose verde: el pino. Aunque la Fiesta del Pi, declarada Fiesta Patrimonial de Interés Nacional, está documentada desde 1751 en honor a Santa Coloma, el ritual transpira un culto pagano a la fecundación ya la regeneración de la naturaleza mucho más antiguo. El día grande es el 30 de diciembre, con una fiesta atronadora. Los galeadores despiertan al pueblo a disparos de trabuco que crean una niebla de pólvora que acompaña a la comitiva en el bosque. Allí se corta el pino más bonito, que es transportado de pie sobre una carreta en el pueblo. El momento culminante pasa en la iglesia: después de hacerlo bailar en la puerta, el árbol entra en el templo y es izado y colgado boca abajo sobre el altar, adornado con manzanas y barquillos. Allí presidirá el presbiterio hasta el día de Reyes, como un tótem vegetal que bendice a la comunidad y que nos recuerda que la vida (el verde) persiste incluso en la época más fría.

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