10/12/2025
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Me miro la bahía de Sant Feliu desde un balcón de la casa donde nací. Me acuerdo de mí mismo aquí delante, en la arena, cuando tenía seis años, corriendo al límite del agua con Daina, una pastor alemán juguetona, justo a la misma hora del atardecer, saliendo de colegio, justo antes de anochecer.

Ha pasado medio siglo y nada ha cambiado dentro de mí. Soy la misma base, el mismo papel blanco en el que se escribe la conciencia. Da igual, nada se ha agudizado, nada se ha pervertido ni depurado en mí. Soy la misma carne y los mismos huesos. La experiencia de la vida ha sido superficial, he cambiado tan poco como las olas que lamen la arena pero no llevan ni se llevan nada, sólo mantienen el rumor de su respiración. Desde que el mundo es mundo, la ola se estira en la arena y después vuelve atrás.

El valle es una herradura que expande la concha de esta bahía, nada más. El reloj del ayuntamiento toca las seis, el ruido del mar ya apenas deja oír las campanas. Cuanta menos luz le queda al día, más crece el ruido del refreque de agua y arena. El mar quiere salir del mar y no puede.

El faro pequeño de la punta del muelle latía igual hace medio siglo para orientarme hacia mi centro. Lleva el compás de las ondas con pinchazos de luz algo verdosos. Ninguna diferencia entre el niño y el señor de cincuenta y seis años, ni entre la Daina viva y la Daina enterrada. Corren los cuatro por la arena fina después de que la ola recule. Me gusta dejar huellas sobre la arena lisa y brillante después de la ola. La ola vuelve a borrarlas y trata de perseguirnos y mojarnos los pies. Me separo de un salto de la ola y, cuando vuelve a marcharme, corro hacia ella. Freno de golpe y rico porque Daina me ha pasado de largo. Me giro y corro y ella me galopa detrás para atraparme.

Queda un poco de claridad en Sant Elm pero el azul va ennegreciéndose y la arena y el borde de espuma también se van apagando. El agua se vuelve de tinta, la punta del muelle se ha fundido y las rocas de Sangre y Hígado no existen. Todo el Mediterráneo es un pozo. Tengo seis y cincuenta y seis años y me miro este pozo desde hace millones de años y dentro de millones de años, con Daina.

El telón de terciopelo se moja en el agua. Este negro de diciembre es tan limpio porque todo el día ha soplado el garbí. Aún queda en el cielo un rastro delgado de nubes, pero el mar y el cielo se han soldado por el horizonte, como si nunca hubieran existido. El pozo está arriba y está abajo, Daina y mi yo de hace cincuenta años están fundidos a mi yo de ahora mismo. Podría dar un salto hacia arriba y zambullir la existencia.

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