La muerte del Papa

Las claves de la devoción de Francisco por la basílica de Santa María Mayor

El Papa quiso ser enterrado en la principal y más antigua iglesia mariana de Roma, un templo con el que tenía una relación especial

Una vista aérea desde un helicóptero de los Carabinieris muestra la Basílica Papal de Santa María la Mayor
Chiara Curti
26/04/2025
5 min

Nuestra Señora de las Nieves es el nombre original que el fervor popular impuso a la Basílica papal de Santa María la Mayor. La leyenda cuenta que la Virgen señaló a un noble patricio el lugar donde debía construirse a través de una nevada milagrosa, en pleno verano. Cada año el 5 de agosto se recrea aquel hecho prodigioso haciendo caer una lluvia de pétalos blancos desde el techo del templo hasta la plaza, evocando el manto de nieve y la pureza de María. Es el santuario mariano más antiguo de Occidente, el primer lugar donde los cristianos empezaron a implorar la intercesión de la Virgen. Edificado por el papa Sixto III entre el 432 y el 440, tras la definición del dogma de la maternidad divina. Recoge una peculiaridad que bien podría haber sido una elección del papa Francisco: contrariamente a la tradición, el ábside está orientado hacia el oeste, de modo que la fachada mira al este, es decir, hacia la periferia de la ciudad.

El interés que suscitó la fiesta de las Nieves en la Edad Media la convirtió en una celebración de alcance universal, promovida sobre todo por los franciscanos que impulsaron la construcción de numerosos templos bajo esta advocación. En estos templos se predicaba el carisma del poverello de Asís ligado a una vida más sencilla, humilde y al servicio a los más desamparados. Guía también para pontificado de Francisco.

Del edificio sixtino romano se conserva la estructura, cuyo aspecto resultaba ya irreconocible en época medieval por las numerosas intervenciones arquitectónicas. La mayoría de ellas tenían entre sus fines la intención de convertir la iglesia en un digno monumento fúnebre para los papas. La Basílica que podemos admirar hoy en día se construyó bajo Clemente IX, el ultimo papa a sepultarse allí, en el 1669. Un papa que se recuerda por haber sido mecenas de Gian Lorenzo Bernini, al cual pidió que terminara la construcción de la columnata de la plaza de San Pedro de Roma y completar con suntuosas cúpulas Santa María la Mayor. Una colaboración que vincula este santuario con el Vaticano, a pesar de los cuatro kilómetros y medio de distancia.

Nave central de Santa María la Mayor, donde destaca el techo artesonado dorado, al parecer, con el oro americano dado por los reyes católicos.
Visitantes en la cripta de la Basílica de Santa María la Mayor, paseando cerca de una estatua del Papa Pío IX.

En los archivos vaticanos abundan las polémicas relativas a estas obras monumentales de Bernini, cuyo afán de grandeza parecía desbordar incluso a los pontífices. Las obras se interrumpieron en distintos momentos y los fondos terminaron destinados al sostenimiento de congregaciones que ayudaban a pobres. Una fábrica inconclusa, que no se prestó a las vanaglorias del arquitecto, pero que no impidió a que fuera la iglesia mariana más grande e importante de las dedicadas en Roma, sin olvidar los últimos.

Diecisiete siglos después de su fundación, papa Francisco dejó un testamento que es el resumen de su vida. No hay más que una voluntad: la elección del lugar de sepultura. Fuera del Vaticano, cerca de María. Una devoción que ha manifestado a lo largo de todo su papado y que en este lugar recoge un tejido de carismas propios de su pontificado: la filiación a María, la devoción popular, el carisma franciscano.

El cardenal filipino Luis Antonio Tagle, uno de los papables, rezando ante la 'Salus Populi Romani' en la capilla Paulina.
Una religiosa rezando en la basílica de Santa María la Mayor frente al lugar reservado por la tumba del papa Francisco.

El testamento explica: “Pido que mi tumba sea preparada en el nicho de la nave lateral, entre la Capilla Paulina y la Capilla Sforza, de la mencionada Basílica Papal”. O sea, junto a la Salus Populi Romani, Virgen de la ternura y de la consolación. No es que el papa desease particularmente una tumba en una iglesia barroca monumental, ni siquiera cita el hecho que allí San Ignacio de Loyola, fundador del orden jesuítico, celebró su primera misa. Únicamente quiere descansar cerca del icono mariano que quería, solicitando expresamente la máxima sencillez: “La sepultura debe estar en la tierra; sencilla, sin adornos especiales y con la única inscripción: Franciscus”. Ninguna ampliación, ni obra especial.

Un jesuita que elige llamarse Francisco ya lo dice todo: es un programa en sí mismo.

“Deseo que mi último viaje terrenal concluya precisamente en este antiquísimo santuario mariano”. Un vínculo que iba tejiendo desde el comienzo del pontificado: su primera petición fue ir a visitar la Salus Populi Romani. Un lazo cada día más fuerte, una visita obligada antes de emprender un viaje y al volver del mismo. Más de un centenar de visitas en sus doce años de pontificado. Hay quien asegura que su devoción había nacido mucho antes de ser nombrado papa.

La preferencia se manifestó públicamente en el Jubileo Extraordinario del 2016, cuando eligió esta misma basílica como Puerta Santa. Allí fue también el 15 de marzo de 2020, durante el lockdown, para implorar el fin de la pandemia. Y desde entonces, allí ha invocado repetidamente por la paz en el mundo.

Francisco no fue el papa de los guinnees, pero si de las primeras veces, el Papa llegado “del fin del mundo”, el 13 de marzo de 2013. Su primera palabra desde el balcón de la Loggia de las Bendiciones, el día de su elección, fue “Buona sera”, “buenas tardes”: presentándose como lo hubiera hecho el vecino de la casa de al lado. Un Papa que luchó hasta el final por ser un hombre común —o, mejor dicho, auténtico.

El hombre de las fronteras, de las periferias, de amar sin límites, de no tener miedo, de estar alegres, de hacer lío. Lo suyo, dentro de la Iglesia, parecía un proceder a tientas. Al contrario, fue un cuerpo a cuerpo con la vida, un tocar cada día la carne herida. Nadie ha estado de acuerdo en todo con él, pero tampoco nadie le ha encontrado la tacha.

No ha cambiado la doctrina, no ha cambiado el “qué”. Pero ha revolucionado el “cómo” hacer las cosas. Introdujo la sencillez en un mundo complicado. Con una consigna: salid afuera. Moverse, moverse siempre. Es más: ¡apuraos! No seáis “cristianos de sofá”. Consciente de que quien no hace nada, nunca se equivoca. Hasta el último día. El de Pascua, cuando, tras la bendición del urbi et orbe, quiso estar por última vez entre la gente. El pueblo, al que amaba uno por uno y del cual quería despedirse.

La mañana del lunes de Pascua ha muerto, en casa, un deseo que había expresado a sus médicos, junto con la indicación de no proceder en ningún caso a la intubación ni a ningún tratamiento para alargar la vida. Lo único que siempre pidió fue simplemente esto: “No os olvidéis de rezar por mí”.

Al abrir sus cuentas se comprobó que hace tiempo había destinado sus bienes a presos, guardando para sí tan solo cien dólares. Quizá también en esto podamos leer un hilo rojo, discreto pero firme, que une el lugar elegido por Francisco para su sepultura con el último documento que ha firmado: la declaración de venerabilidad de Antoni Gaudí, el arquitecto del templo inconcluso que en su época se apodaba la Catedral de los pobres, un arquitecto incomprendido por los suyos y hoy el más famoso —popularmente hablando—, que había decidido vivir como un pobre entre los pobres y que dedicó el edificio más grande de todo el Passeig de Gràcia a María.

stats