Washington“No debería ser una gran sorpresa que un Partido Demócrata que ha abandonado a la gente de clase trabajadora se encuentre ahora con que la clase trabajadora lo ha abandonado a él. Mientras el liderazgo del partido siga defendiendo el statu quo, el pueblo americano estará enojado y querrá cambio. Y tendrá razón”. Firmado: Bernie Sanders, el senador de Vermont más a la izquierda de todo el arco parlamentario.
No hace falta añadir nada más. Cuando la inflación ha destrozado la economía familiar de tanta gente, los trabajadores han votado a Trump. Cuando pasan los años y la sanidad sigue costando un dineral, ¿de qué sirve un partido “progresista”? Cuando endeudarse para pagar la matrícula de una universidad carísima no hará que sus hijos tengan mejores perspectivas de futuro que las que tuvieron sus padres, ¿de qué sirven los discursos socialmente impecables del centroizquierda estadounidense?
Suele decirse que cada presidencia es consecuencia de la anterior. Las mentiras de la guerra de Irak de George Bush y la crisis financiera de 2008 llevaron a Obama a la Casa Blanca. Es posible, pero paremos un momento aquí la película. En el 2006, cuando hace apenas dos años que Obama es senador por Illinois, a Obama le llegan cantos de sirena para que se presente y habla con Ted Kennedy sobre si no cree que sería demasiado pronto. Y Kennedy le contesta: “Tú no eliges el momento. El momento te elige a ti”. Es verdad. Era el momento de Obama. Y si lo vio Kennedy, también lo vio claro el sistema: ese senador de 45 años, hijo de un keniata y una blanca, era el cambio moderado (convenientemente presentado como cambio histórico) que el statu quo podía digerir.
Y así, ¿por qué después de Obama vino Trump? Obama quedó cegado por los dioses cuando le concedieron el Premio Nobel de la Paz cuando no hacía ni un año que había ganado las elecciones, y cuando hizo matar a Bin Laden con una precisión quirúrgica. Obama estaba en la cima, y apostó por Hillary como sucesora. A balón pasado está claro que el mejor relevo de Obama en el 2016 habría sido Biden (el único que ha sido capaz de derrotar a Trump) y no Hillary Clinton, perfecta representante del progresismo que viaja en primera clase, que no podía encarnar el cambio en modo alguno. Tras la indecente campaña de Trump contra Obama, mintiendo cuando decía que no había nacido en Estados Unidos, Obama se vengó con un discurso en el que se rió de Trump en una cena de gala, delante de todos. Si tenía alguna duda de presentarse, esa noche Trump debió de pensar que la venganza es un plato que se come frío. Y por segunda vez, ha podido con todo el mundo. La lista de lujo de famosos que han hecho campaña por Harris no ha servido de nada: Jennifer Lopez, Beyoncé, Bruce Springsteen, Richard Gere, LeBron James, Martin Sheen, Harrison Ford, Scarlett Johansson, Madonna, Arnold Schwarzenegger...
¿Quién ha tenido la culpa de la estrepitosa derrota de los demócratas? Harris seguro que no, que ya hizo suficiente empatando las encuestas. Biden y todos los que miraron hacia el otro lado ante el evidente deterioro motriz y cognitivo del presidente, y mantuvieron la mentira de que estaba en condiciones de presentarse, alguna responsabilidad tendrán.
Pero la construcción acelerada y sin debate interno de una candidata entra en la categoría de grave error estratégico. De lo que estamos hablando aquí es del error estructural de contestar mal la pregunta de qué tipo de partido somos y qué diferencia existe entre lo que se supone que representamos y las vidas de la gente que decimos que representamos. Muchos trabajadores no se han creído que los demócratas lucharán por ellos. Y han preferido a Trump. Con el agravante de que Trump solo se preocupa por él.