Reino Unido

Un año suficientemente 'horribilis' del 'premier' Starmer

Cambios de rumbo continuos y una "gestión técnica y burocrática del poder" han hundido la popularidad y las pocas expectativas que despertaba el primer ministro laborista

Donald Trump y Keir Starmer, el pasado 16 de junio, en la cumbre del G7, celebrada en Canadá.
28/06/2025
5 min

LondresEl 16 de junio, durante la cumbre del G-7 celebrada en Canadá, Donald Trump y Keir Starmer aparecieron frente a los medios de comunicación para hacer saber al mundo que habían firmado un acuerdo comercial, aunque de poca envergadura. Y, mientras lo hacían, al presidente de Estados Unidos le cayeron los papeles. Rápidamente, el premier británico se agachó para recogerlos.

Meses antes de este episodio, el 27 de febrero, en el Despacho Oval de la Casa Blanca tuvo lugar otro momento que engordará las notas a pie de página de la actual legislatura de Westminster. Starmer visitaba Trump por primera vez desde la reelección y el premier se presentó con una carta del rey Carlos III invitando al presidente de Estados Unidos a una segunda y excepcional visita de estado al Reino Unido, que tendrá lugar en septiembre. No existen precedentes, ni justificación, más allá de poner en práctica la adulación como arma diplomática. Starmer no salió maltrecho de Washington. Incluso la prensa hostil le felicitó por tanta hipocresía.

Ambos momentos, altamente simbólicos, podrían definir en buena parte el primer año de Keir Starmer en el poder, desde que el 4 de julio de 2024 ganó las elecciones generales con una mayoría abrumadora y su laborismo muy descafeinado –más aunque la Tercera Vía de Tony Blair–, volvía al gobierno después de catorce años de castigo, purgatorio y del Brexit tory. Un año en el que Starmer se ha mostrado muy poco crítico con Benjamin Netanyahu pese a la guerra en Gaza, y extremadamente sumiso con Donald Trump, hasta el punto de que hace unos días, durante la cumbre de la OTAN celebrada en La Haya, anunció que le compraría 12 aviones F-35 capaces de llevar armamento nuclear. Starmer corría el primero en complacerlo y en pasar por caja.

La revuelta de los descontentos

Pero mientras el premier hacía alta política en los Países Bajos, en Westminster se incubaba una revuelta de 126 diputados laboristas que han echado por tierra la reforma de la ley de subsidios a los discapacitados, que el próximo martes hay que votar en los Comunes. Starmer, servil con el dueño de la Casa Blanca, se mostró implacable con los más desvalidos. Con el objetivo fiscal de ahorrarse unos 6.000 millones de euros y con la excusa oficial de garantizar que el sistema siguiera siendo sostenible y equitativo, el primer ministro quería revisar el acceso a prestaciones para sobrevivir a las discapacidades ya los problemas de salud mental. Diferentes ONG han protestado por falta de empatía y un tercio de los parlamentarios de infantería del partido le han dicho lo suficiente. Starmer se ha tragado el sapo y ha tenido que dar marcha atrás.

Éste ha sido el último giro de 180 grados en un mes, lo que evidencia, por un lado, que su autoridad está tocada, y por otro, que el olfato político personal y el de su equipo más cercano no sabe leer ni el ambiente de la calle ni el estado de ánimo de la mayoría de las bases.

Starmer entrega a Donald Trump una carta del rey, Carlos III, invitándole a una visita de Estado el próximo mes de septiembre.

El segundo volantazo de los últimos treinta días también está relacionado con contribuciones sociales. El gobierno restringió la ayuda invernal por calefacción (Winter Fuel Allowance) a la mayoría de las personas mayores con ingresos altos o medios altos. Pero los jubilados son un granero de voto clásico, y tocarles el bolsillo es lanzarlos a los brazos de los conservadores –si es que no están– o, peor aún, de la extrema derecha. El movimiento generó mucha oposición entre los mayores de 65 años, ya que consideraban que rompía con el principio universal de ese apoyo energético.

Así, a primeros de junio la ministra del Tesoro, Rachel Reeves, anunció que revertía muchas de las modificaciones hechas. En el cambio de parecer influyó, sin duda alguna, la victoria del Partido Reformista de Nigel Farage en las elecciones locales de Inglaterra de primeros de mayo. Pero el daño estaba hecho. Y no por casualidad, y en gran parte gracias a la demagogia de Farage, según la cual Starmer ha "traicionado a los pensionistas" y permite que el país sea invadido por los inmigrantes, ahora el grupo ultra lidera las encuestas. Faltan cuatro años para los comicios, "y política, una semana es mucho tiempo", como decía Harold Wilson. Pero el premier sólo tiene el 19% de aprobación por parte el electorado y esto es un gran problema.

Arrepentimiento por "la isla de los extraños"

Otro cambio de rumbo repentino tuvo lugar mientras Starmer volaba hacia la citada cumbre del G-7 de Canadá. Presionado por todas partes, el premier aceptó la apertura de una investigación de carácter nacional sobre bandas de delincuentes sexuales. Según un reciente informe del especialista en asuntos sociales y pobreza y marginación infantil Louise Casey, entre 1997 y 2013 estos grupos criminales abusaron de al menos 1.400 criaturas y adolescentes. La investigación oficial deberá determinar si la policía, los servicios sociales, las escuelas y las autoridades locales encubrieron los delitos. La extrema derecha ha acusado a paquistaníes musulmanes de clase trabajadora de ser sus responsables, en tanto que los implicados en ciudades como Rotherham, Rochdale, Telford u Oxford lo son.

Starmer tiene cuatro años para mejorar el acceso a la vivienda y al servicio nacional de salud y para hacer funcionar el Brexit, la cuadratura del círculo en palabras de Tony Blair, porque es imposible que funcione, ha afirmado esta misma semana. Pero en el premier –partidario convencido de la Unión Europea, y que trabajó por un segundo referéndum– le pierde la carencia de carisma, el sesgo a la derecha y una prudencia timorata. La líder sindical Sharon Graham lo ha clavado con una frase lapidaria: "La gente quería un cambio con mayúsculas, no una gestión técnica y burocrática del poder".

Gestión que, encima, se ha visto manchada por una pifiada simbólicamente terrible. Durante una intervención el 12 de mayo dijo que "en una nación diversa como la nuestra, corremos el riesgo de convertirnos en una isla de extraños, y no en una nación que avanza junta". La razón, el gran número de inmigrantes que llegan a ella. Starmer ha admitido este mismo fin de semana, en una entrevista en The Observer, que ni él ni ninguno de los miembros de su equipo de escritores pensaron que sus palabras evocaban las de Enoch Powell, un líder fascista ya activo en los años treinta del siglo pasado, que en 1968 pronunció un discurso conocido como el del Rivers of Blood (ríos de sangre), en la que afirmó que los británicos corrían el riesgo de convertirse en "extraños en su propio país", justamente por razón de la inmigración. La izquierda del laborismo que Starmer y su jefe de gabinete, Morgan McSweeney, han querido aniquilar se le echó encima acusándole de hacerse suyo el discurso racista de Powell y, por extensión, de un Nigel Farage, que amenaza con derribar los muros de la política tradicional de Westminster.

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