La muerte de Isabel II

Cuarenta minutos con la reina, en la sala del catafalco

Poco más de tres minutos pasan en Westminster Hall todos los ciudadanos que quieren despedirse de Isabel II, después de haber hecho entre cinco y seis horas de cola

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Un aspecto del Westminster Hall, donde lo  lo cadafal encima del cual hay el ataúd de la reina de Inglaterra.

LondresHe recibido el correo electrónico de confirmación tarde, el miércoles pasadas las 22.00 horas. Me convocan el jueves por la mañana al acceso de prensa de Westminster Hall. Puedo visitarlo sin hacer las cinco o seis horas de cola que ya hay que hacer para desfilar –de media 3 minutos y 15 segundos– ante el ataúd de la reina. Me instan a llevar ropa adecuada para mostrar respeto, corbata oscura o negra en el caso de los hombres. Me afano a desenterrarla del baúl de mis muertos, que solo yo recuerdo.

Los turnos de los chicos de la prensa para observar qué pasa al Hall son más largos que los de la guardia de honor que rodea el ataúd: en total, diez miembros de las unidades ceremoniales de los guardias del rey del Honorable Cuerpo de Caballeros de Armas, la Real Compañía de Arqueros, los Alabarderos de la Guardia, asistidos por los Alabarderos de la Torre de Londres (los beefeaters) y más oficiales de la división de la Casa Real. Los relevos, cada veinte minutos. Los de los medios de comunicación, cada hora.

Pero Lucy, la oficial del Parlamento que arbitra el protocolo, informa a los congregados –ocho periodistas– que con media hora o cuarenta minutos ya llegará. "Vosotros mismos". Intercambiamos pareceres y decidimos, por consenso, que sea media hora. "No se debería mover, ¿no?" La broma la hace un muy destacado columnista de The Guardian, refiriéndose a la difunta, y al hecho de que no nos perderemos mucho si en vez de 40 minutos pasamos solo 30, si bien al final acabarán siendo cuarenta y pico.

Difícilmente hará la broma por escrito. Pero es disculpable, por los días que se alarga el espectáculo y porque en los lutos y los velatorios, el humor es más bien negro, incluso cuando también es británico. El colega se pone su corbata negra, con un nudo Windsor, muy apropiado para la ocasión, como para hacerse perdonar la irreverencia. Yo la mía, con uno clásico, four-in-hand, lo llaman aquí. Y empezamos la breve procesión hacia el centro del mundo.

La cola para desfilar ante el ataúd de la reina, a la altura del Tower Bridge.

A través de un laberinto histórico de patios y pasillos recorremos los doscientos cincuenta metros desde el servicio educativo de las Casas del Parlamento, al pie de Torre Victoria, la sur, opuesta a la Isabel (la del Big Bien), hasta una entrada lateral, la más próxima al río, del Westminster Hall. Vamos a dar a prácticamente delante del ataúd, a no más de seis metros. Es la vez que más cerca he estado de la reina. Y, no sé por qué, quizás por la emoción o la conmoción, recuerdo de repente unas palabras de Crimen y castigo, cuando la joven prostituta, Sonia, le dice a Raskolnikov: “No me quites la fe. Es todo lo que tengo". Y el asesino Raskolnikov le responde: "No me quites mi falta de fe. Es todo lo que tengo". El encuentro con el ataúd y sus fieles ha sido un shock: entre la historia y la actualidad. Entre la fe y la falta de fe.

Pero la iluminación, la combinación de colores, el cuidado de la puesta en escena y la composición del cuadro es la misma que en los grandes museos reservan para las grandes obras de los genios. El catafalco y el ataúd y el estandarte real que lo cubre; la corona del estado imperial, el orbe y el cetro, y los soldados que lo rodean todo, en conjunto, son una obra de arte efímera. El lunes, a las 6.30 horas, será definitivamente historia. Y centenares de miles de británicos podrán decir: "Yo estuve; yo hice historia". ¿Adorando a una reina?

Una leve y silenciosa riada humana pasa por delante del ataúd desde ayer por la tarde. Nos la cruzamos sobre la alfombra del Hall, que esconde la piedra y sus sonidos, pero el flujo no para. Sí que sorprende, claro, cuando se ve aparecer una pandilla de fantasmas –mujeres y hombres de negro–, como surgidos de un pasillo secreto desde las entrañas del Parlamento. Estamos entre muros medievales, la parte más antigua –o la única que se conserva– del palacio original, del 1097, y quizás piensan que ya deben de ser habituales, estas apariciones. Stranger Things, que no es una citación exacta de Shakespeare, pero casi: en concreto, de Hamlet.

No podemos hablar con los fieles. No podemos explicarles nuestra presencia privilegiada. Lucy, la misma oficial que nos ha aleccionado sobre el comportamiento que hay que observar en el Hall, nos lleva hacia la plataforma –mecanotubo, madera–, una tribuna elevada, desde donde observaremos el desfile. Nada de móviles, nada de ordenadores. Vieja escuela: bolígrafo y libreta para tomar notas.

La referencia son las imágenes de la capilla ardiente que se pueden seguir por YouTube. Estamos a la izquierda, en la parte inferior, fuera del cuadro. Miro, observo a los que están en la cola –algunos inclinan la cabeza, otros lloran, otros poco más que pasean y admiran el techo, de madera, una maravilla arquitectónica del siglo XIV– y también me siento observado. Intercambio de miradas: "¿Y tú, qué haces, aquí?" "¿Y usted?" "No me quite mi fe". "No me quite mi falta de fe".

Salgo del palacio y voy hacia la cola, que se alarga y no se acaba; es la cola del fin del mundo. Y cuando la recorro, hasta seis kilómetros, hasta el Tower Bridge, casi, dudo de si también es la del fin de un mundo. Pero más allá, seguro que hay otro.

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