La muerte de Isabel II

Carlos III, el rey que no sabía callar

A punto de cumplir 74 años, el primogénito de la reina llega al trono rehabilitado

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El príncipe Carles, príncipe de Gales, lee el discurso de la reina a la Cámara de los Lords, durante la apertura estatal del Parlamento  a la Cámara de los Lords al Palacio de Westminster el 10 de mayo de 2022 en Londres, Inglaterra.

LondresCarlos, primogénito de Isabel II, ha roto moldes desde que nació. El nuevo monarca del Reino Unido, nacido el 14 de noviembre de 1948, fue el primer heredero de la corona británica que llegó al mundo sin la presencia del ministro del Interior de turno en la habitación en la que la madre daba a luz. Fue la misma Isabel quien acabó con el ritual que tenía que garantizar la legitimidad por vía de sangre del bebé, y solo permitió la presencia de médicos y comadronas en sus partos. Carlos III no es y no será un rey popular. No como lo ha sido su madre, no como puede llegar a serlo su heredero, Guillermo. Las encuestas más recientes muestran dos datos significativos: la mayoría de los británicos, un 60%, cree que será un buen monarca; con todo, no llega a los niveles de popularidad del 80% que tenía al inicio de la década de los 90, antes de que estallaran los escándalos con su amante Camila Parker-Bowles y se difundieran a diestro y siniestro sus infidelidades a Diana de Gales, la esposa y madre de sus dos hijos. 

Muchos de los episodios por los cuales Carlos se ha visto en la diana de los medios de comunicación –el más vergonzoso, la difusión pública de conversaciones sexualmente muy subidas de tono con Camila publicadas por el Daily Mirror a lo largo de 1992 y 1993– muestran una persona bastante desconectada de la realidad social del país sobre el cual reinará. Se ha llegado a publicar, también, que se cambia diariamente cinco veces de camisa, y que va tirando al suelo las sucias para que sus ayudantes de cámara las recojan. Verdad o no, la propagación de un hecho así demuestra una generalizada mala imagen del nuevo monarca.

Carlos empezó a perder la batalla de la opinión pública cuando de los rumores de los años 80 se pasó a los hechos de la década de los 90. En junio de 1992 Diana Spencer rompió todas las convenciones del protocolo con una serie de revelaciones sobre su matrimonio y los engaños del marido. Diana se presentó a sí misma como una pobre ingenua que había caído a gatas dentro de una prisión de oro. Cometió la traición de explicarlo, pecado que muchos todavía no le perdonan, pero que todavía abrió más la veda para que los tabloides se ensañaran. Todo valía contra la familia real, si bien la reina siempre, hasta la muerte de Diana, estuvo por encima del bien y del mal. Diana habló por capítulos en The Times, después en Diana, su verdad en sus propias palabras, firmado por el periodista Andrew Morton, y finalmente en una insólita entrevista en la BBC. Paradójicamente, la boda de Guillermo con la plebeya Kate Middleton en 2011, y la adaptación de la familia real a convenciones más burguesas y menos aristocráticas, ha supuesto un triunfo póstumo para la princesa del pueblo.

Quizás la anécdota referida al papel de los ministros del Interior en los partos reales de antes de Isabel II marcó el futuro del príncipe. Un hombre que, según biógrafos no autorizados tiene un carácter diametralmente opuesto a su madre. Es esta diferencia, en la que la altivez y la arrogancia marcarían su personalidad, la que abre interrogantes sobre el talante de su reinado.

Qué rey será

¿Será un rey intervencionista como lo ha sido como príncipe, hasta quizás intentar rebasar los límites que marca la tradición política del país? ¿Seguirá escribiendo a los ministros del gobierno exponiendo sus pareceres y sus ideas sobre los temas que le interesan? Entre otros, el cambio climático, la alimentación orgánica, el empleo juvenil y la educación, los productos transgénicos, la renovación urbana, la pobre estética de la arquitectura moderna o, también, los peligros del fracking para el medio ambiente –la nueva primera ministra Liz Truss acaba de anunciar que levanta la prohibición de este método de extracción de gas–, las virtudes de la homeopatía o de las medicinas alternativas. De todas estas causas ha hecho bandera, ya sea a través de su fundación o impulsando otras, a través de escritos y todo tipo de discursos.

En virtud de la ley de Libertad de Información del 2000, durante años, el diario The Guardian sostuvo una batalla legal para hacer pública la correspondencia que Carlos —grafómano empedernido— dirigió a diferentes miembros del gobierno entre 2004 y 2005. Se conocía su existencia a través de varias filtraciones pero no sus contenidos. Finalmente, una decisión del Tribunal Supremo de mayo del 2015 hizo posible su difusión. Carlos III se refería a sus obsesiones habituales: las ya mencionadas necesidades de impulsar la alimentación orgánica o la nefasta estética de la arquitectura moderna pero también a excentricidades como las condiciones de pesca en la Patagonia. El texto más polémico lo dirigió al primer ministro Tony Blair en 2004, cuando le expresó la gravedad del hecho de que “a nuestro ejército se le pida una tarea muy exigente, especialmente en Iraq, sin dotarlo de los necesarios recursos”.

Intervenciones de este tipo han levantado en algunos sectores una incómoda pregunta: ¿Llegará Carlos III a convertir su reinado en un casi drama shakespeariano si nunca rehúsa ratificar una ley contraria a sus principios? ¿Llegará a romper la neutralidad política que la monarquía representa que tiene que mantener siempre? 

La visión teatral

La dúctil y a la vez sólida arquitectura constitucional del Reino Unido lo recoge todo, sin embargo. O casi. El mundo teatral del West End, siempre rápido para plantear todo tipo de tramas entre la ficción y la realidad, y muy avezado a abordar cuestiones políticas en sus escenarios, entrevió ya las alternativas que se suscitarían en el caso de choque entre el palacio de Buckingham y Downing Street en la obra King Charles III, de Mike Bartlett. Carlos rehusaba ratificar un acta del Parlamento de Westminster ante el primer ministro y el líder de la oposición, y estos, con la colaboración del príncipe Guillermo, lo forzaban a renunciar. 

En la ficción, el heredero aceptaba que traicionar a su padre era la única manera de ser fiel a la dinastía para garantizar su continuidad. La corona está por encima de la familia. Carlos III, pues, afronta el reto de callar como rey todo lo que ha dicho como príncipe a lo largo de casi setenta años. Llega al trono siendo el monarca más mayor y el que más tiempo ha llevado el título de heredero. Otro molde roto.

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