Llibert Ferri: "Putin no se entiende sin la humillación que supuso el fin de la URSS"
BarcelonaLlibert Ferri (Barcelona, 1948) vivió en primera persona el derrumbe del comunismo en Europa y, posteriormente, el de la Unión Soviética. Enviado especial y corresponsal de TV3 entre el 1987 y el 2007 y actualmente colaborador del ARA, nunca ha dejado de estar conectado a Rusia y al universo postsoviético. Autor de varios libros y ensayos, publica ahora Putin trenta anys després del final de l'URSS (Edicions de 1984), una radiografía del hombre fuerte del Kremlin y del país y de la sociedad que evoluciona bajo sus directrices. “Putin nos interesa porque es un personaje exótico, inquietante e incluso fascinante”, asegura.
¿Sin la caída de la Unión Soviética, ahora hace 30 años, no se podría entender el Vladímir Putin del 2021?
De ninguna forma. El poder de Putin es fruto de aquello. Del mismo modo que no se puede entender la aparición de Adolf Hitler sin la humillación que supusieron para los alemanes las reparaciones de guerra impuestas en 1919 por el Tratado de Versalles, tampoco se puede entender la aparición de Putin sin el agravio que supuso para millones de rusos el derrumbe de la URSS. Se dice pronto, pero la caída de la Unión Soviética conllevó, por ejemplo, una subida de la inflación del 2.500%, y el PIB tuvo una caída del 60% o el 70% y dejó a 40 millones de personas en la pobreza más miserable y a cerca de 100 millones en una situación de precariedad insoportable.
Y en el libro explicas que Putin apareció como una especie de salvador de la patria.
Exacto. Un hombre fuerte dispuesto a recuperar la grandeza de un imperio vencido y con cierto espíritu de venganza. En 1999, Putin es nombrado primer ministro y cuando Boris Ieltsin dimite, el 31 de diciembre, se convierte en presidente interino hasta la convocatoria de nuevas elecciones, que serían en marzo del 2000 y que ganaría con cierta contundencia. Su mensaje era claro: el final de la URSS, que según él se hubiera podido evitar, había escenificado una rendición incondicional inaceptable para el pueblo ruso. Y aquello tenía que tener una respuesta.
Este discurso, sin embargo, venía de lejos.
Sí, de hecho, hay un ejemplo muy ilustrativo. Unos años antes, en 1994, un grupo de periodistas e investigadores especializados en la historia de la URSS asistieron a una conferencia en el Ayuntamiento de San Petersburgo. Putin era uno de los oradores: entonces como teniente de alcalde de la ciudad, y desconocido por casi todo el mundo. El profesor de Oxford Timothy Garton Ash, que era uno de los oyentes, dejó escrito que a ese hombre lo esperaba un gran futuro en Rusia. En esa conferencia ya mostraba este resentimiento, este deseo de venganza: “El derrumbe de la Unión Soviética ha sido la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX”, dijo.
Después de más de 20 años en el poder, cerca del 65% de rusos lo apoyan.
No hay una alternativa a Putin. Las últimas elecciones, en 2018, las gana con un 68% de los votos. ¿Esto significa que a todo el mundo que votó a Putin le gusta Putin? Ahora ya no. Hay una parte que están decepcionados con él, pero, aún así, lo siguen votando porque no tienen alternativa o, cuando menos, lo ven como un mal menor. Putin se aprovecha de aquellos ciudadanos que saben que eligiéndolo a él se aseguran una mínima estabilidad.
En el libro, el sociólogo Lev Gudkov explica que “la gente prefiere escoger un nivel de vida relativamente próspero y tener el orden y la estabilidad garantizados, sacrificando cualquier tipo de libertad”.
Sí, es que es así. Pero cuidado, porque cada vez la llamada primera Rusia es más grande.
¿Qué es la primera Rusia?
La Rusia del futuro, pienso. Formada por las 12 grandes ciudades del país, que suponen cerca del 22% de la población, casi 40 millones de personas. Son rusos que se han formado, que han viajado, que están conectados al resto de mundo y que, de alguna manera, podrían ser una especie de clase media de Occidente. Esta no es tanto la Rusia de Putin. Más bien es la Rusia de Aleksei Navalni. Pero todavía es pronto. En 2011, el politólogo Nikita Belikh dijo que tenían que pasar 20 años para que empezara a haber una oposición lo suficientemente articulada para hacer frente al poder de Putin. Hay que picar mucha piedra. En 2031 habremos llegado a estos 20 años que pronosticaba Nikita Belikh.
Las otras Rusias, mayoritarias, son las de Putin.
Sí. Las llamadas segunda, tercera y cuarta Rusia, donde están las ciudades industriales y las regiones rurales y agrícolas, que fueron esplendorosas durante los tiempos soviéticos. La gente que vive allí ve en Putin una especie de garantía de no volver a los tiempos de miseria de la perestroika y del mandato de Boris Ieltsin (el primer presidente de la Federación Rusa).
No hay duda de que Putin ganará las próximas elecciones, ¿no?
Lo veremos ganar las presidenciales del 2024, sí. Y gobernará hasta el 2030. Después ya no sé si aguantará hasta el 2036. Sinceramente, lo dudo: tendrá 83 años. El punto débil de Putin es similar al de otros personajes autoritarios que quieren presentarse como modernizadores y reformadores. Al final, acaban siendo más autoritarios que reformadores y modernizadores.
¿Y después? ¿Qué líder nos tenemos que imaginar cuando no esté Putin?
Yo veo una oposición con trasfondo nacionalista –al fin y al cabo, Navalni es un nacionalista– y con una visión mucho más occidentalista. Por lo tanto, me imagino como futuro presidente a un hombre liberal, nacionalista ruso y que indudablemente mantenga esta tensión con Occidente, porque Rusia no puede evitarlo, puesto que forma parte de su ADN, de su estructura histórica. Esto irá acompañado de un crecimiento de las clases medias del país, la llamada primera Rusia, que se equilibrará con las otras Rusias, más cerradas y rurales. Y también llevará a otros cambios sociales que configurarán una sociedad más moderna en la que, por ejemplo, se romperían estadísticas actuales y dolorosas, como el 75% de los rusos de 2021 no quieren tener a un homosexual viviendo en su edificio.
Empiezas el libro hablando de la City de Moscú. ¿Por qué?
Porque de alguna manera tiene una importancia crucial para entender quién y qué es Putin. Del mismo modo que Stalin dejó un legado arquitectónico y urbanístico, Putin también quiere y necesita hacerlo. Su sello es esta City: donde antes solo había descampados, ahora hay un distrito espectacular, lleno de enormes y modernos rascacielos. Es aquí donde están las grandes multinacionales rusas, los edificios diplomáticos, los restaurantes más prestigiosos… Putin opta por construir un barrio que quiere ser sinónimo de progreso y modernidad. El estilo es anglosajón y recuerda mucho, por ejemplo, a la City de Londres.