Ir a un cine de Amsterdam a ver una película pornográfica lo agobió. Sin embargo, se quedó. Era en 1972 y Mijaíl Gorbachov estaba todavía lejos del poder, pero su amigo y futuro asesor Anatoly Cherniaev recuerda cómo atraía al futuro líder de la URSS todo lo que estuviera relacionado con la sociedad, el alma humana, la libertad y la vida. Gorbachov no era, pues, “el hombre de sonrisa agradable con dientes de hierro” como lo presentó su padrino Andréi Gromiko al encargarle el 1985 el apuntalamiento de un sistema que caía a trozos. Ningún diente de hierro y sí, en cambio, capacidad de seducir flancos occidentales como por ejemplo el custodiado por Margaret Thatcher, que no se privó de decir “Me gusta este hombre, creo que podremos entendernos”. A quien no sedujo nunca Gorbachov fue a la sociedad soviética, que siempre le reprochó su espontaneidad estilosa y occidentalizada, y que su mujer Raísa tuviera una tarjeta American Express.
La primera vez que lo tuve cerca y me pude dirigir a él fue el 26 de marzo de 1989 cuando salía de votar el Parlamento democrático surgido de una tímida reforma constitucional que se le acabaría escapando de las manos. Unos cuantos periodistas pedíamos declaraciones y la mujer del líder, Raísa Gorbachova, hizo retirar las vallas y con una amabilidad poco habitual en el establishment de Moscú hizo que nos acercáramos todos. Alrededor de Gorbachov la vida parecía fluir y dar forma a una promesa democrática que en realidad era un espejismo. Era como si aquel apparátchik providencial que había aceptado la misión de reformar un sistema irreformable fuera la reencarnación de una alma menchevique o socialdemócrata dispuesta a redimir el país y la sociedad de todas las miserias y engaños de siete décadas.
Un mes antes de caer el muro de Berlín le había espetado a Erich Honecker: “Quienes lleguen tarde serán castigados por la vida”. Siempre evocando la vida. La realidad de Mijaíl Gorbachov era la de un hombre voluntarioso y honesto que al no poder modernizar el sistema se vio arrastrado a liquidarlo. Incluso contra su propia voluntad, y como resultado de la escalada de improvisaciones -que tanto irritaba a periodistas y analistas- pero que era la única manera de moverse en medio de un régimen perverso donde ya no se distinguía la línea que separaba la burocracia de la delincuencia: “El partido es como un perro rabioso”, llegaría a decir.
La última vez que hablé con él fue el 26 de marzo del 2000, el mismo día que Vladímir Putin fue elegido presidente por primera vez. No le gustaba Putin, presentía turbulencias, pero a la vez entendía que la gente lo hubiera votado: Rusia había sido demasiado humillada. Le recordé que aquel mismo día, once años atrás, la URSS había votado el primer Parlamento democrático. Y como su esposa Raísa hizo retirar las vallas para que los periodistas nos acercáramos. Raísa hacía poco que había muerto, y oír su nombre lo emocionó. Y una vez más, Mijaíl Serguéyevich Gorbachov se refirió a la libertad y a la vida, sus temas preferidos. Aquello que nos ha dejado de herencia.