RomaLeón XIV, el papamericano que ya es carne de mem en las redes, lo tiene todo para convertirse en una celebrity. "A Trump le costará digerir que haya un estadounidense más famoso que él", dice un comentarista yanqui. Es un papa que anda ligero, que jovenea, con una mirada inteligente y serena, ligeramente inquisitiva. Oyéndole hablar inglés me hace pensar en un Laurence Olivier maduro. ¿Será una estrella mediática, como Francisco o Juan Pablo II? En su primer sermón, pronunciado el viernes ante los suyos fratelli cardenales, Prevost citó a san Ignacio de Antioquia, que justo antes del martirio escribió: "Cuando el mundo ya no vea mi cuerpo convertiré verdaderamente discípulo de Jesucristo". Y añadió el pontífice: "Quien ejerce la autoridad tiene el compromiso de desaparecer para que Cristo permanezca".
No soy experto en descifrar sermones, pero me parece un importante anuncio, una promesa de discreción poco previsible. Me viene a la cabeza la serie The young pope, de Sorrentino, donde el ficticio Pío XIII (Jude Law) decide no exhibirse en público porque "los grandes creadores, como JD Salinger o los Daft Punk, basan su fama en el secreto". Pero este papa de Sorrentino era un dogmático, mientras que León XIV es un reformador que, aparentemente, no debería tener la intención de recluirse o permanecer en silencio ante los grandes conflictos políticos y los retos globales que afronta la humanidad. También es cierto que del anterior pontífice, Francisco, se acuerdan algunas sonoras resbaladas ante los micrófonos. Quizás, al fin y al cabo, tendremos un papado continuista en las formas, ma non troppo.
Antes de volver a Barcelona hago una última visita a la plaza de Sant Pere, donde un número considerable de fieles sigue por las pantallas gigantes la primera misa oficiada por León XIV. La realización televisiva es impecable; los planos cenitales muestran una muchedumbre de birretes rojos, bien redondos, como un sarampión. El Papa va de un blanco inmaculado, un blanco que me angustia, porque tengo cierta tendencia a mancharme. En la misa se oye hablar inglés, castellano, latín y, por supuesto, italiano. En los planos cortos que nos ofrece el realizador, algunos cardenales parecen tristes. No puedo evitar compadecerme, ahora que su gran momento ha pasado. Muchos han vivido su primer cónclave, proceden de lo que Francisco llamaba la periferia de la Iglesia, hacen un trabajo poco agradecido o incluso arriesgado en territorios azotados por la guerra o la pobreza. Pienso en los obispos de Nairobi, Managua, Uagadugú, Kinshasa, Ulaanbaatar, Bagdad, Jartum...
No sólo abandonan los focos y el protagonismo, la comodidad de las estancias vaticanas, sino que vuelven a un día a día quizás gratificante, o quizás no, pero alejados de la magnificencia y de la atención mediática. Desaparecer para que Cristo permanezca...
Ver la ceremonia a través de una pantalla me ha recordado algunos momentos de mi infancia, cuando mi abuela Carme ponía la misa dominical, en blanco y negro y en castellano. Fui hijo de creyentes, de creyentes sinceros, cuya fe se resquebrajó cuando mi padre murió prematuramente. Hasta entonces, me llevaron a misa todos los domingos. Hasta la adolescencia. Unas misas interminables, aburridísimas, detestables. Luego fui un joven descreído, come curas, crítico con el Vaticano, incapaz de razonar con los católicos inflexibles, pero envidioso, en el fondo, de su fe sincera en la otra vida, ese "escándalo" que según Javier Cercas es la creencia en la resurrección de la carne.
Todos los agnósticos envidiamos la fe, como envidiamos la mirada iluminada de los niños en la cabalgata de Reyes. Cuando conocí al obispo Casaldáliga, en São Félix do Araguaya, quedé tan impresionado por su carácter y por su buen humor que le dije, al despedirme: "Sólo lamento que mis padres no estén vivos para poder explicarles que lo he conocido". Y él respondió, sin pensarlo: "No te preocupes, están al corriente de todo". Y durante unas décimas de segundo me pareció que me vendía un arrebato místico, una revelación. Pero no era esto; sólo eran ganas de creer.
Pero el Vaticano no es un sitio para empezar a creer. Dice el dicho: Roma veduta, fede perdida. Aquí la fe sencilla, el amor y la misericordia, el simple impulso de hacer el bien, están sepultados por toneladas de mármol, terciopelo, oropeles, reliquias auténticas y falsas, conjuras de salón, geopolítica, secretos escondidos en kilómetros de archivos. Y también obediencia, dogmatismo, misoginia, miedo a la libertad ya los cambios, miedo a la incertidumbre e incluso miedo a la verdad. "Cuando Pedro negó a Jesucristo tres veces, inventó la diplomacia vaticana", escribe Eric Frattini. Pero también es cierto que Francisco ha intentado hacerlo diferente, y existe la esperanza de que el nuevo pontífice lo siga intentando, aunque sea desde la discreción. Como va el mundo, no hace falta ser creyente para desearle suerte.