Diplomacia

Jordi Raich: “Me vendaron los ojos y me subieron a un helicóptero. No sabía dónde iba”

Mediador internacional, investigador y exdelegado de la Cruz Roja en América Central

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BarcelonaSu biografía es la historia de los últimos 30 años de guerras y conflictos. Desde el genocidio de Ruanda, pasando por la llegada de los talibanes al poder, hasta los desaparecidos de México. Jordi Raich (Barcelona, 1963) vuelve a la ciudad donde nació para la presentación del documental Negociadores: cómo construir la paz, donde aparece el trabajo hecho en el Comité Internacional de la Cruz Roja. 

¿Por qué tenemos guerras?

— Creo que forma parte de la naturaleza humana. La historia que estudiamos y nuestras fronteras se han construido a través de bodas o guerras. 

¿Han cambiado con los años?

— Últimamente, decíamos que ya no existían las guerras clásicas entre dos partes, porque nos estábamos encontrando sobre todo conflictos internos, con grupos armados sin jerarquía, que luchan por motivaciones que no son ideológicas. Pero en medio de este paradigma llega la guerra de Ucrania: una guerra clásica de libro.

Una guerra clásica no quiere decir que sea un conflicto más sencillo.

— No, no necesariamente. Pero desde el punto de vista de nuestro trabajo sí que es más fácil identificar con quién tienes que hablar, ya sea para gestionar el acceso a un hospital o pedir que se desmine una línea del frente para atravesarla. Porque en estos conflictos intervienen ejércitos organizados con rangos. 

¿Hay puentes ahora mismo entre Rusia y Ucrania? 

— Seguro. Siempre hay puentes. Y muchos no sirven para encontrar una salida al conflicto, pero sí que son importantes para hacer corredores humanitarios, evitar que se utilicen armas nucleares, etc. 

¿Te sorprende lo que ha pasado?

— Me sorprende que dure tanto. Y todavía se alargará porque los conflictos normalmente se enquistan en invierno. Es un momento en el que la población sobrevive como puede y las diferentes partes que están en conflicto lo aprovechan para reclutar, descansar y comprar armamento. Y cuando llega la primavera y se funde la nieve, vuelven a empezar con más fuerza. 

Tenemos muchos conflictos cronificados.

— Los conflictos se cronifican porque la guerra se convierte en un medio de vida, en la única industria, y los nietos tienen menos educación que los abuelos, porque han nacido en guerra y no han podido ir nunca a la escuela. Esto pasaba en Afganistán: los abuelos eran ingenieros agrónomos y los nietos eran talibanes, completamente ignorantes.

Donde se ha conseguido la paz es en Colombia. ¿Cómo empiezan para ti las negociaciones?

— En diciembre de 2011. Recibo una llamada desde la presidencia de Juan Manuel Santos, me explican que han tenido contactos con las guerrillas de las FARC y que quieren iniciar un proceso de paz. Cuba se había ofrecido a poner el espacio, pero necesitaban sacar a los guerrilleros de los campamentos secretos en la selva y llevarlos ahí. Nos pidieron que se los lleváramos y esto acabó conduciendo hacia unas reuniones surrealistas. 

¿Por ejemplo?

— Un viaje a Venezuela, a Caracas. Me vendaron los ojos y me subieron a un helicóptero. No sabía dónde iba. Después de una hora y pico llegamos a un rancho maravilloso y nos encontramos en una mesa comiendo dos representantes de la presidencia de Colombia, dos noruegos, dos cubanos, dos hombres de las FARC y yo. Nos pasamos tres días intentando que las FARC aceptaran que nosotros los lleváramos a Cuba. Fumamos y bebimos mucho. Al cabo de tres días firmábamos la que sería la primera operación. Siempre funcionaba igual: los sacábamos de la selva, de ahí íbamos a un aeropuerto local y cogíamos una avioneta hasta Cuba. 

¿Qué tensión en un espacio tan pequeño, no?

— Al principio era tenso, pero después, poco a poco, los veías haciendo jogging juntos en Cuba. Hay cosas que si hubiera podido fotografiar me habrían pagado millones. Lo más importante es que las conversaciones fueron secretas. Y el acuerdo, fíjate que difícil, era que seguirían haciendo la guerra como si no pasara nada. El ejército mató al líder de las FARC, y las FARC hicieron el show público, pero fueron a Cuba. Y más tarde las FARC mataron a todos los soldados de un campamento militar. Santos los calificó de terroristas, pero los representantes del gobierno fueron a Cuba. Fue aquí donde vi que había voluntad real, que estaban dispuestos a seguir hablando hasta el final.

¿Dónde estabas el día que se anuncia la paz?

— En Mogadiscio. Había cerrado la etapa en Colombia y me llegó por una avioneta nuestra una invitación del presidente Santos para ir a Cartagena de Indias a la firma del acuerdo de paz. Fui muy feliz. También me puse triste, porque no podía ir a la firma, por protocolo le tocaba al compañero que me había reemplazado. Pero guardo la invitación con afecto, la tengo enmarcada. 

¿Qué es un buen acuerdo?

— El que funciona, el que las partes consideran justo. 

¿Y se puede perdonar?

— Creo que sí. En la antigua Yugoslavia, pasadas las tensiones se vio que muchísima gente salió adelante. No se olvida, pero se sale adelante. En este país nuestro todavía se habla de rojos y nacionales. Esto no se olvida, pero no quiere decir que no se pueda perdonar y convivir. Lo peor es cuando empiezas a tener líderes que manipulan estas historias y las hacen volver a hervir para crear tensiones. 

Tienes la obligación de hablar con todo el mundo. ¿Cómo se habla con los verdugos?

— Los verdugos son personas. Tienen esposa e hijos, y los quieren. No digo que sean buenas personas, pero mi trabajo no es juzgarlos en este sentido. Si no hablas con el verdugo, no podrás resolver el conflicto. He hablado con mucha gente que ha acabado condenada en la Haya. Como el expresidente de Liberia Charles Taylor, condenado por crímenes de guerra. No puedes hacer este trabajo si no puedes dar la mano a personas como Taylor. 

¿Con quién ha sido más difícil hablar?

— Seguramente con los talibanes. A finales de los 90 conseguí reunirme con el responsable de una matanza contra los hazares, una etnia en el centro de Afganistán. Él me aseguraba que respetaba los derechos humanos. Yo le pregunté que si era así cómo habían podido matar a tanta gente indefensa. Y él respondió: "Es que los hazares no son humanos, no tienen derechos humanos". Una de las grandes herramientas de cualquier guerra es la deshumanización del enemigo. 

¿Qué factura pasan una vida y un trabajo como este?

— No lo sé. Esto es un viaje muy individual. He aprendido a gestionar la angustia y el miedo. Siempre la comparo con el trabajo de un cirujano: ¿querríais ser operados por un cirujano que tiene miedo a la sangre o que no duerme el día antes por los nervios? Yo, no. Pues es lo mismo. Aprendes a dormir el día antes de ir a recoger secuestrados. 

¿Qué es lo más doloroso?

— Los colegas asesinados. Y también los secuestros. Uno de los que recuerdo más difíciles es el de dos compañeros franceses en Sudán. No tanto por la gestión del secuestro sino porque tu equipo espera que lo lleves bien y que no se te vea nervioso. Pero lo que me hace sentir orgulloso es que después de resolver este caso una doctora extraordinaria que estaba ahí con nosotros vino y me dijo: "Jordi, si un día me secuestran, quiero que lo gestiones tú". 

¿Y un momento del que te sientas orgulloso?

— Reunificar a niños con sus padres. Si no lo vives no sabes lo que es. Tener a un niño durante 10 años en un centro, y de repente encontramos a sus padres en el otro extremo de Sudán del Sur, y cogemos una avioneta solo por el niño, lo llevamos ahí y lo reunificamos con sus padres. Increíble. 

Ahora estás en Japón, y en principio dentro de un año te jubilas. ¿Estás preparado para dejar el trabajo?

— Sí, porque a mí me gusta escribir, me gusta hacer fotografía, me gustan muchas cosas. Y, sobre todo, tengo ganas de viajar sin tiempo, como un nómada y sin billete de vuelta. 

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