Tenemos los ojos puestos en Reino Unido, donde Assange se juega la extradición hacia Estados Unidos, pero quizá habría que poner la presión internacional en Estados Unidos y, concretamente, Joe Biden. Al fin y al cabo, es su administración la que mantiene la decisión cruel e injustificada de querer juzgar al creador de Wikileaks no como editor de información sino pasándolo por el aro de las leyes contraespionaje, con sus durísimas penas. Que Trump quisiera escarmentarle sigue la diabólica lógica del personaje: dejar un precedente que sirva de alerta no sólo para los piratas de internet –en la acepción romántica del término– sino sobre todo para los medios tradicionales, que él tilda de enemigos del pueblo.
Biden debería adoptar un discurso totalmente distanciado de ello y recordar que la libertad de expresión y de prensa, recogida en la primera enmienda constitucional, ha sido una piedra angular en la construcción democrática del país. El departamento de Justicia americano debería dejar caer los cargos de espionaje. La periodista Margaret Sullivan recordaba muy oportunamente que Obama, cuando se produjo la crisis por las filtraciones de Chelsea Manning, evitó caer en la tentación de aplicar unas leyes antiespionaje. Al final, estas disposiciones en ningún caso se diseñaron para casos como los de las filtraciones masivas de internet, que deben ser vistas como actividades periodísticas. Y son filtraciones, cabe recordarlo, que han sido posibles porque determinadas personas sintieron el deber cívico de hacerlas públicas, ya que se demostraban crímenes que habían quedado impunes (y siguen sin castigo, en estos momentos). El personaje de Assange tiene muchas aristas y es fácil criminalizarlo al por mayor. Pero la tensión entre las grandes potencias y el periodismo libre se juega en gran medida en este conflicto legal, político y humanitario.