Jeremy Allen White en una imagen promocional de 'The Bear'.
Periodista i crítica de televisió
2 min

La cuarta temporada de The Bear (Disney+) impulsa el consumo voraz. Lo favorece la duración óptima de los episodios y las ganas de llegar al capítulo que, por tradición, cada temporada ofrece una doble dosis de ficción que nos lleva a la esencia emocional de la serie. Porque desde esa insuperable y famosa celebración de Navidad de la segunda temporada, sabes que el espectáculo coral está garantizado con un guion y una realización magistrales. The Bear es mucho más que la historia que relata el texto. Es todo lo que hay de implícito en los silencios, las miradas y los planos detalle. Si ni siquiera habéis empezado la primera temporada, el verano es un buen momento para poneros a prueba con esta serie que es una olla a presión. Elegid las horas de menos calor para intentarlo, porque el drama sube la temperatura y las palpitaciones. Si os habéis tragado las tres primeras temporadas y acabasteis saturados de los Berzatto, dadles una nueva oportunidad porque todos los personajes están haciendo un gran esfuerzo para transformarse y no os podéis quedar a medio camino de su evolución. Y si ya habéis devorado la última temporada y anheláis que estrenen la quinta, es posible que tengáis ganas de compartir reflexiones.

La cuarta entrega comienza con el tío Jimmy llevando un cronómetro a la cocina de The Bear que pone en marcha una cuenta atrás. Ante el temor a seguir perdiendo dinero en la inversión en el restaurante familiar, les pone un límite. Mil cuatrocientas cuarenta horas que iremos viendo cómo pasan a toda velocidad, conscientes de que ese reloj también funciona para los espectadores. Leemos el número decreciente de cifras como un espectáculo que debe garantizarnos la acción.

The Bear ya no es lo que era, pero no como un defecto de la producción sino por la necesidad de la misma serie de no ser nunca lo mismo. El drama de los Berzatto necesita experimentar con narrativas, recursos y puntos de vista. Sin embargo, la trama ha cambiado. No estamos hablando de la historia de un restaurante y de un espectáculo gastronómico en primerísimo primer plano. Estamos ante la trayectoria emocional de una familia altamente disfuncional que, a pesar del profundo dolor que se provocan unos a otros, necesita mantener siempre un vínculo extremo. Esta última temporada abusa en exceso de dos recursos. El primero son las discusiones sobrepuestas entre protagonistas, una singularidad que ha terminado cayendo en el estereotipo. Y el segundo, una reiteración de las escenas de meditación profunda de los personajes que acaban resultando pretenciosas y vacías.

La intensidad ha pasado de los fogones a recorrer por dentro a los protagonistas, que se esfuerzan por evolucionar y ser mejores, en una especie de catarsis psicológica colectiva. El final es engañoso y apresurado en una temporada que ha buscado más la filigrana emocional que apuntar a un destino narrativo claro. Pero te hace querer tanto al clan Berzatto que necesitas recorrer con ellos ese camino para asegurarte de que algún día estarán bien.

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