Los medios de comunicación se han empezado a hacer eco del juicio que se está celebrando en Aviñón contra Dominique Pélicot y cincuenta y un hombres más que drogaron y violaron a Gisèle Pélicot durante más de una década. Un caso del que sólo estamos en las almenas mediáticas. La historia es de una atrocidad tan enorme que permite intuir lo que ocurrirá en los próximos meses y años: cadenas de televisión y plataformas de pago se pondrán en marcha para explicar en forma de telefilme o serie documental la barbaridad que le tocó vivir en Gisèle Pélicot.
Pero, de momento, lo que ahora mismo es relevante de este caso mediáticamente es cómo la actitud de la víctima ha sido clave para dar la vuelta a la narrativa que se suele tener sobre este tipo de agresiones sexuales. Pélicot ha querido que el proceso judicial se desarrollara con la máxima transparencia y publicidad posible. Y pese a tener la opción de mantener su anonimato, ha preferido no esconderse frente a las cámaras. En esta decisión pesa un aspecto clave: que la vergüenza cambie de bando.
El derecho al anonimato de las víctimas conlleva a menudo que, debido a la enorme presión mediática, éstas se vean obligadas a entrar en los juzgados dentro de coches con cristales tintados o tapándose la cara. A veces supone mantener un paso acuciado entre abogados para evitar la prensa o que las televisiones distorsionen sus rostros, convirtiéndolas en seres enigmáticos que parecen cargar parte de la culpa. La lógica necesidad de no ser reconocidas las aboca a la obligación de esconderse. Y esto, visualmente, puede interpretarse como un gesto de vergüenza. Gisèle Pélicot aparecía ante los medios con mucha serenidad y sin taparse la cara más allá de unas discretas gafas de sol. Incluso, en el segundo día de juicio, llevaba un traje rojo que parecía toda una declaración de intenciones a la hora de dar la cara. Una manera de demostrar que no tenía inconveniente en que su caso se convirtiera en público y reivindicar así a todas las víctimas de violación por sumisión química.
Por contraste, las televisiones mostraban la hilera de una treintena de acusados haciendo esfuerzos por taparse la cara con gorras y mascarillas. También se les mostraba de espaldas y se difuminaba su rostro.
Gisèle Pélicot, sin embargo, no sólo ha conseguido que la vergüenza recayera en los hombres que la violaron. Ha reivindicado algo muy importante: la dignidad de las víctimas de agresión sexual y, sobre todo, la fuerza. Con demasiada frecuencia, los medios de comunicación construyen un estereotipo de víctima basado en la devastación emocional y física, la fragilidad, la incapacidad para afrontar los hechos y, sobre todo, la imposibilidad de reconducir su vida. A pesar de las dificultades psicológicas por las que seguro que ha pasado y tendrá que pasar Gisèle Pélicot, ha representado un rol de empoderamiento que no sólo puede servir de referente para otras mujeres sino para muchos medios que, con demasiada facilidad, perpetúan el patrón del trauma como una desgracia eterna que te borra para siempre de la vida.