Homenots y Donasses

Fernando Rubió, el padre de un imperio farmacéutico de antes de la Guerra Civil

Con sólo 24 años fundó los laboratorios que crearon la Glefina y se hicieron famosos en todo el mundo

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Fernando Rubió y Tudurí
  • Químico y farmacéutico

Cuando mencionamos los apellidos Rubió y Tudurí, enseguida nos viene a la cabeza el paisajista, Nicolau Maria, que creó el Turó Park, los jardines del Palacio de Pedralbes o la plaza Francesc Macià, entre otras muchas obras. Pero la familia era más amplia, y su hermano Fernando fue un pionero en el sector de la industria farmacéutica. Después de cursar en Barcelona los estudios de farmacia y química, y un posgrado en el Instituto Pasteur de París, con sólo veinticuatro años montó una empresa farmacéutica destinada a hacer historia: los laboratorios Andrómaco.

Las relaciones familiares con los Andreu (también empresarios de farmacia y claves en la urbanización de la avenida Tibidabo) y con los Roviralta (indianos y también con presencia en el barrio del Tibidabo, accionistas de los laboratorios a través de Raül Roviralta) empujaron a emprender este proyecto ya ubicarlo en una finca cercana a estas familias, en las cocheras del tranvía. Estudiar el doctorado con el dr. Marañón y estar implicado en los tratamientos para la hemofilia de la familia real le proporcionó unos contactos que, como veremos, resultaron fundamentales en sus planes posteriores.

Con Andrómaco, después de experimentar buscando un producto reconstituyente, consiguieron elaborar y comercializar el Glefina, hecha a base de aceite de hígado de bacalao noruego y que tuvo un gran éxito a mediados de los años veinte. El rasgo diferencial de este producto respecto a otros reconstituyentes con un origen similar es que éste llevaba edulcorante para hacerlo más tolerable. Para dar a conocer el producto, Rubió recorrió muchos kilómetros con la maleta encima, visitando a médicos puerta a puerta.

Sus dotes comerciales permitieron convencer al prestigioso médico Gregorio Marañón para que empleara a Glefina con sus pacientes. Esto fue, sin duda, uno de los secretos para que el producto se hiciera masivo y ganara prestigio. El éxito acelerado convirtió a Andrómaco en la primera multinacional farmacéutica española antes de la Guerra Civil; y es que tan pronto como en 1928 abrieron una sede comercial en Manhattan (Nueva York), a la vez que empezaron a establecerse en varias ciudades de Sudamérica (allí contó con la colaboración de Enric Mur, que va a liderar la expansión por la zona).

Durante los años treinta la actividad fue frenética y, como ejemplo, en 1933 lo encontramos como delegado del Congreso Internacional de Química Biológica. En esa época también estrechó relaciones con la Generalitat republicana, y es que nunca escondió su pensamiento catalanista. De hecho, llegó a ser encarcelado después de la guerra por sus “amistades peligrosas” y acabó saliendo gracias a la ayuda de Alfonso XIII.

Como es fácil de suponer, la posguerra española fue también un terreno abonado para que el reconstituyente de Andrómaco se hiciera popular, para tratar de compensar la desnutrición que sufrían millones de personas. Pero la guerra también llevó el divorcio entre socios: Rubió decidió separarse de Roviralta, y para ello dividieron el mapa en dos, el hemisferio sur para el segundo y el norte para el primero. Esta decisión significó que Rubió se instalara en Long Island (Nueva York), desde donde controlaba todas las filiales. Por su parte, la sede afincada en Barcelona con el paso de los años acabó en manos de la multinacional alemana Grünenthal, como también ocurriría después con la firma de Chile.

Pese a ser una eminencia del negocio farmacéutico, Rubió siempre se consideró un simple boticario de pueblo. Pero en su vida no sólo hubo tiempo para los negocios, sino que también dedicó buena parte de los recursos disponibles a la filantropía, a través de la fundación que creó con su nombre y que hoy sigue su actividad. Tampoco puede olvidarse su relación profunda con Menorca, tierra de su madre y donde adquirió la finca Mongofre Nou, un pequeño paraíso en el norte de la isla con cerca de veinte personas de servicio y con la visita frecuente de grandes eminencias de todo el mundo, incluyendo reyes y jefes de gobierno.

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