Con el anuncio de su salida del gobierno español, Pablo Iglesias mata unos cuantos pájaros de un solo tiro. Su liderazgo dentro de Unidas Podemos hacía tiempo que tenía detractores, se sentía personalmente incómodo con su rol en el gobierno de coalición con el PSOE de un Pedro Sánchez que ayer no hizo muchos aspavientos con el adiós de su vicepresidente segundo y el partido podemita tenía necesidad de un revulsivo electoral para evitar ir perdiendo perfil propio a causa de la no siempre grata tarea de gobierno a la sombra del socialismo. Dejar la Moncloa para hacer frente a Díaz Ayuso en la Comunidad de Madrid da un pátina de efectismo a una retirada que de lo contrario tendría aires de crisis tanto de gobierno como de partido. Iglesias ha conseguido construir su paso al lado con un objetivo heroico, épico: convertirse en la esperanza roja para frenar a la candidata del PP más desacomplejadamente en competencia ideológica con la ultraderecha de Vox, a la que no dudará en abrazar si llega la hora. De este modo, además, espera hacerse fuerte en Madrid ante un PSOE descolocado que ha visto cómo la supuesta maniobra discreta de iniciar en Murcia el abrazo del oso al Ciudadanos de Arrimadas ha acabado con los naranjas en caída libre (Sánchez, por lo tanto, se queda sin su anhelado socio de centro liberal, hoy en horas bajas), con Ayuso fortalecida como nueva estrella de la derecha y con Podemos volviendo a entrar en competencia directa con los socialistas en las urnas.
La polarización vuelve a teñir toda la política española, si es que nunca la había abandonado. En todo caso, ahora todavía más. Ayuso, que incluso se permite bromear con la adscripción al fascismo, es garantía de radicalidad populista neoliberal, y precisamente en la confrontación contra este terreno nacionalista duro es donde Iglesias se siente cómodo para erigirse en muro de contención ideológica contra una derecha que ciertamente da miedo y resulta preocupante. Paradójicamente, o no tanto, Ayuso ha recibido al nuevo rival como una buena noticia: también ella se siente confortable en el choque. Son las dos Españas enfrentadas de siempre en versión siglo XXI. Y ya se sabe que cuando en Madrid se desata el guerracivilismo, Catalunya ya puede empezar a temblar.
Así pues, la batalla de Madrid del 4 de mayo será decisiva y marcará el futuro, no solo de Iglesias y Ayuso, no solo del rumbo que tomen sus respectivos partidos, sino también de la estabilidad de la coalición de izquierdas en la Moncloa y también, claro, de la evolución de la situación en Catalunya, que de entrada verá cómo cualquier aproximación de diálogo se aleja a la espera del desenlace en la capital del Estado. La cuestión catalana será, sin duda, una de las armas arrojadizas que Ayuso utilizará para ganar la partida a un Iglesias al que no duda en calificar, con otras palabras, de rojo separatista. La España plural y progresista que defiende el todavía líder de Podemos y ahora próximo candidato en la Comunidad de Madrid medirá su apoyo ciudadano en la capital del Estado con el proyecto de Ayuso de indisimulado regreso a la España involucionista y alérgica a la diversidad. Y habrá que ver cómo se sitúa el PSOE del siempre táctico Sánchez en esta dinámica de confrontación que, de entrada, lo deja fuera de juego en Madrid.