Amor y pimienta

Él no le habla de su matrimonio agotado; no sabe cómo dejarlo

Se prueba la ropa interior comprada y se siente mejor, como si se hubiera puesto la capa de superheroína

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Bordados y encajes

Hace muchos días que se prepara la presentación que debe realizar ante un auditorio de más de trescientas cincuenta personas. La han invitado a unas jornadas que tienen como título genérico "La intimidad como fuente de autoexpresión". Participan escritores, cineastas, artistas plásticos, pero también científicos como ella. De hecho, la encargada del acto de clausura es ella, la que debe recoger todas las charlas previas y darle cierta coherencia, con base neurocientífica. Lleva una parte teórica preparada, y la otra la tendrá que ir haciendo sobre la marcha, es decir, escuchando lo que digan los ponentes previos. No puede disimular que está nerviosa. Siempre se pone, ante cualquier acto en público. Y mira que ya lleva una buena récula. Pero en ese caso se añade que el público no es lo habitual. Porque ella está acostumbrada a las mentes prácticas, al lenguaje técnico, a las pruebas, refutaciones, ya la investigación. No a la creación, al arte oa la poesía. Y este escenario, fuera de su zona de confort, le hace sentir insegura.

En el aeropuerto, mientras espera que la pantalla anuncie la puerta de embarque a la que debe dirigirse, entra en la tienda de ropa interior de lujo que tiene unos pósters inmensos de chicas vestidas con sujetadores y bragas de puntas y randas justo delante de las escaleras mecánicas. Unas chicas que miran a cámara sabiendo que serán admiradas por su belleza explícita, pero que transfieren a un pedazo de tela con todas las connotaciones que el marketing convierte, por arte de magia, en valores como el deseo, la libertad, la seguridad, la belleza, la elegancia, el confort.

Piensa que quisiera representar todo aquello. También recuerda aquella jefa de departamento que siempre les decía que una buena táctica para evitar los nervios en público era imaginarse a todo el mundo desnudo, y no puede evitar sonreír y pensar "Si tenemos que ir desnudos que sea con clase". Por todo ello, se compra el mismo conjunto que el de la chica del póster. Dos tallas más.

Cuando llega a la ciudad va directa al hotel. Sólo tiene hora y media para vestirse e ir hacia el centro de congresos. En la habitación hay un espejo muy grande justo en frente de una cama doble de dos por dos. Se prueba la ropa interior comprada y se siente mejor, como si se hubiera puesto la capa de superheroína. Luego vuelve a dudar, esta vez entre dos blusas: ¿el azul marino de manga tres cuartos o la blanca sobria?

Una vez llega al centro de congresos, la van a recibir. Y a partir de ahí se suelta y comienza la función. Asiste a todas las conferencias previas, toma apuntes, modifica su guión. Introduce alguna anécdota en su discurso (siempre es una buena forma de captar la atención); rebaja el contenido de algún fragmento para que sea más comprensible. Cuando llega su momento, sube sobre el escenario y brilla con sus explicaciones. Nota cómo logra llegar al público, que la mira con atención. En primera fila ve cabezas asintiendo, en tercera percibe dos que están tomando apuntes ávidamente. Le marchan todos los nervios y siente que está haciendo una de las mejores intervenciones de su carrera. Lo constata cuando, al terminar, el público se levanta en bloque para aplaudirla.

Después de la jornada se van a cenar todos juntos. Recibe la felicitación de todos los organizadores y también de muchos de los ponentes. Se siente contenta y satisfecha. Trate de tener alguna conversación interesante con un cineasta, un poeta y una escritora de éxito. El primero sólo habla él. El segundo es incapaz de mirar a los ojos. La tercera quiere empezar un nuevo debate sobre la intimidad y le replica uno de los argumentos que ella ha expuesto en la conferencia. Pero ella, sin ánimo, no tiene ganas de volverse. Dice estar cansada y se excusa. Tiene ganas de llegar al hotel.

Va caminando deprisa. Hace unos minutos, cuando la escritora estaba exponiendo su punto de vista, recibió un mensaje de él por Telegram. Le preguntaba cómo le había ido. Que había estado pensando en ella todo el día. Que le ha enviado energía. Que está seguro de que lo ha hecho de cachondeo. Que cuando quiera, pueden realizar una videoconferencia. Que está solo porque se han ido al pueblo de los abuelos.

Le llama, después de quitarse la blusa blanca, desabrocharse los pantalones que la aprietan, deshacerse de los zapatos de tacón. Hablan tranquilos. Ella le explica cómo ha ido todo. Él le dice que está muy contento por ella. Hace tiempo que son amigos, algo menos que son amantes. Él no le habla de su matrimonio agotado; ella sólo sabe que él no sabe cómo dejarlo. Está la niña, el negocio, toda una vida juntos. Ella no pregunta; él, cuando está con ella, simula que el resto no existe. Pero a ella le gustaría salir de la clandestinidad, vivir esa intimidad que ha analizado científicamente. Hacerlo con una libertad coartada por una historia que no le pertenece. Quisiera no tener que llamarse por Telegram. Quisiera poder hacer planes, proyectarse. Quisiera compartir esa habitación de hotel, esa cama de dos por dos, con él. Quisiera no tener que mentir ni compartir ninguna mentira. Pero está casado. Y la intimidad entre ambos es sólo un anhelo.

Ella vuelve a ponerse triste. Y ni siquiera cuando él le dice que que bonitas estas puntillas y bordados que le ve, es incapaz de sentirse ni segura, ni libre, ni hermosa, ni siquiera deseada. La capa de heroína acaba de perder todo su poder, y ha vuelto a reducirse a un pedazo de tela que presagia un sueño imposible digno del mejor anuncio de publicidad.

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