El ataque ruso a Ucrania

Las patatas fritas que unen a un soldado ucraniano y a uno de la Guerra Civil

El comentario de un subscriptor del ARA conecta las dos vidas y muestra que, históricamente, las guerras las hacen jóvenes que pagarían lo que fuera para volver a casa

Las patatas fritas más caras del mundo cuestan 200 dólares la ración.

Las sirven en el restaurante Serendipity 3, en el centro de Nueva York. Para cocinarlas se necesita champán Dom Pérignon, grasa de ganso proveniente del sur de Francia, trufas negras de Italia, sal de Guérande y un poco de mantequilla hecha con leche de vacas que pacen libremente por la isla de Jersey. Cuando están en el plato, se les deja por encima caer polvo de oro comestible de 23 quilates. Tienen un nombre: Crème de la Crème Pommes Frites.

¿Cuánto pagaría un soldado enviado al frente por comerse las patatas fritas que le hacían en casa?

Me lo preguntaba hace unas semanas, a bordo de un tren que se dirigía al Donbass, la región de Ucrania que concentra los combates más sangrientos de la guerra orquestada por Vladímir Putin. "No sabes cómo echo de menos tus patatas fritas", le decía, por teléfono, un militar ucraniano a su madre. Ella, la madre, estaba en Kiev, esperándolo; él, el hijo, en aquel vagón oscuro, preparado para luchar contra las tropas rusas. Al acabar la llamada, el chico no levantó la mirada del suelo hasta que el tren llegó a la última parada.

Esta escena, la del soldado ucraniano llamando a su madre desde el frente, fue descrita en un reportaje publicado en el ARA el 24 de febrero. El texto intentaba reflejar algunos momentos de la vida de los militares ucranianos que desde hace más de un año plantan cara a la invasión rusa. Muchos son chicos jóvenes que no superan la treintena. Entre los comentarios de los lectores, un subscriptor escribía lo siguiente: "¡Madre mía! Tengo una carta de mi abuelo a mi abuela desde el frente en el 38 diciéndole que echaba de menos las patatas fritas que hacía. ¡Han pasado 85 años y estamos igual".

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El comentario, impulsor de este artículo que ahora leen, une la historia de un soldado ucraniano con la de un catalán movilizado con el ejército republicano durante la Guerra Civil Española. También muestra que las guerras, históricamente, las han hecho chicos que pagarían lo que fuera por volver a casa y comer patatas fritas.

Pere Tresserras nos recibe en su casa, en Tordera. “No me habría imaginado nunca que un comentario que dudé si escribir llegaría hasta aquí”. Encima de la mesa del comedor ya tiene preparada una caja de madera pequeña, antigua. Adentro hay una treintena de cartas firmadas por su abuelo, Josep Bussot. Se las envió a su prometida –que después sería la abuela materna de Pere– durante los años en los que combatió en la Guerra Civil. Pere remueve con cuidado las hojas y saca una, de color azul cielo. “Mira, es esta”, dice. 

Era el 7 de febrero del 1938 y Josep Bussot acababa de llegar a Alcañiz, después de estar unos cuantos meses movilizado en el frente. Aquel día se lo notaba esperanzado: le habían llegado rumores de que recibirían permiso para visitar a la familia. "Ahora estoy feliz en pensar que te podré volver a ver, a estrecharte entre mis brazos. Dicen que nos darán veinte días. Qué bien, nos lo merecemos". La carta, escrita en castellano, no es muy larga. Alguien le metía prisa. “Paquita, no puedo ponerte nada más porque nos llaman y quiero que estas cuatro líneas lleguen pronto a tus manos”. Pero al final de todo, en letras más grandes y en catalán, tuvo tiempo de escribir un fragmento más: "Paquita, prepara patatas para el día que venga, que tengo muchas ganas de comerlas fritas, que, desde que estoy aquí, no he visto ni una". Firmado: “Tu amor”. Tenía veinticuatro años. Echaba de menos las patatas fritas. Echaba de menos su casa. 

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Escondidas tras la ropa interior

Pasa en todas las guerras: los soldados prefieren no hablar de lo que han visto en el campo de batalla. Josep Bussot también optó por el silencio. Como mínimo, en casa.

“Yo no supe que mi abuelo había sido soldado hasta después de que él muriera”, confiesa Pere. Como tantas otras familias españolas, los abuelos decidieron enterrar el pasado una vez acabada la Guerra Civil. Había que mirar hacia adelante y el miedo todavía pesaba. Solo la abuela había hecho alguna referencia a las cartas, pero siempre despistaba cuando alguien pedía verlas. No fue hasta que ella también murió cuando la familia las pudo leer. Era 2009, y las encontraron mientras vaciaban la casa del matrimonio, en Blanes. Estaban atadas con un lazo rojo, en el fondo de un cajón, escondidas bajo la ropa interior.

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La correspondencia es abundante y va del 1937 al 1939. Está firmada desde varios pueblos de Jaén (Carolina, Baena, Vilches), y desde Teruel, Cartagena, Alcañiz y Socuéllamos, en Castilla-La Mancha. La última, desde un campo de concentración franquista, en Tarragona. El itinerario nos da algunas pistas: Josep Bussot luchó con la 94a Brigada Mixta del bando republicano, y probablemente estuvo presente en algunos de los combates del frente de Andalucía y del frente de Aragón.

Leyéndolas sorprende que en ninguna de las cartas explica cómo era su vida en el frente ni da detalles sobre su papel en el campo de batalla. Tiene una explicación: “No quieren que pongamos el nombre del frente para que los espías no sepan a dónde están las fuerzas”. En cambio, destinó mucha tinta a quejarse, en voz baja, de la distancia que los separaba: “Cuando leo una carta tuya es como si te tuviera al lado mío y me hablaras. Es triste conformarse con esto, pero qué haremos” (las cartas están llenas de catalanades, como esta). La mayoría de textos empezaban con una frase tranquilizadora: “Inolvidable amor y cariño mío: salud te deseo como es la mía por ahora”. Otros no lo eran tanto: “En este momento estamos a punto de salir de aquí, pero no sabemos a dónde iremos”. En algunas, aparecía la desesperación: “Paquita, me gustaría que me escribieras más y que no esperaras a que yo te escriba, porque si esperas yo estaré mucho tiempo sin saber noticias tuyas”. Otras rozaban el humor: “Paquita, estamos en el frente de Teruel. Estamos en medio de las montañas, que parecemos los hombres primitivos que vivían en medio de las rocas”.

Y a menudo se imponía la necesidad. Pedía a Paquita si le podían enviar comida –el hambre apretaba–, o calcetines gruesos y ropa de invierno –el frío también– o que le explicara cotilleos de Blanes –el tedio también pesaba–. Y más fotos de ella, claro: “Espero que cuando me contestes, me envíes una fotografía tuya, a ver si ya te has hecho fotografiar”. El 15 de enero de 1938, y desde el frente de Teruel, tenía una petición muy concreta: “Si encontráis coñac por aquí, envíalo para poder ponerlo en el café, pues hace mucho frío y comemos poco”. Unos días después, el 7 de febrero, le volvía a escribir: “Paquita, recibí los paquetes y en uno de ellos había una botella de coñac que me vino de primera”. El coñac levanta los ánimos, también en las guerras.

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Las cartas están en Instagram

No sé qué fue del soldado ucraniano. Durante el viaje de tren casi no hablamos, porque se notaba que no tenía ganas. Aquel día llevaba una mano vendada. Nos explicó que, unas semanas atrás, había sido herido por fuego de artillería mientras luchaba en la ciudad asediada de Avdiivka, en Donetsk. Después de descansar en unas instalaciones militares en Dnipró, alejado del frente, ahora volvía porque su comandante tenía que decidir si ya estaba recuperado para seguir combatiente. Se le hizo difícil bajar las escaleras del tren con solo una mano: llevaba dos mochilas y una carpeta con unos papeles. Pero en el andén ya lo esperaban más soldados. Aquel tren, en dirección a la guerra, iba lleno de militares. 

¿Los soldados ucranianos escriben cartas? De papel, no. Digitales, sí. Constantemente.

Estamos en 2023 y todo el mundo vive enganchado a un smartphone. Incluso los militares de Kiev llevan uno en el bolsillo mientras disparan contra posiciones rusas con un cañón francés Howitzer TRFI. 

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La inmediatez de Telegram, WhatsApp, Skype y Facebook ha sustituido los bolígrafos y los sobres sellados. Las tropas ucranianas están muy conectadas en la red: contestan whatsapps, hacen videollamadas, reaccionan a stories de Instagram e intentan ligar por Tinder. Algunos también comparten en TikTok vídeos en los que se los ve matando a rusos desde las trincheras o luchando, calle a calle, en la ciudad devastada de Bajmut. Al principio, el gobierno de Volodímir Zelenski no lo veía con buenos ojos, pero más adelante consideró que, a pesar de los riesgos que conlleva, compensaba porque mejoraba la moral de los soldados y de la propia población ucraniana. Solo tienen algunas condiciones: no difundir ubicaciones exactas y tener activado el modo avión y la geolocalización apagada, porque el ejército enemigo aprovecha cualquier señal para averiguar posiciones.

Una periodista ucraniana me pasa varios enlaces de perfiles de Instagram. Son de soldados que utilizan esta red social para explicar lo que viven y ven en el frente. Los textos que me encuentro no son tan diferentes de las cartas de Josep Bussot.

“Es como en una película. Estás con tu compañero, bromeando, pero de repente oyes la artillería enemiga bombardeando cerca de nosotros. Por la radio te dicen que hay heridos. Después te dicen que un compañero ha muerto. Y dicen su nombre. Y te congelas”. El soldado Roman Trokhimets escribía este texto en su Instagram el 24 de marzo. Adjuntaba un vídeo grabado en algún bosque del Donbass. 3.349 likes.

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“Después de un día duro, hemos estado un rato hablando de la vida, de las chicas, de política. Hemos jugado a cartas y hemos escuchado música. Hemos comido fideos y un delicioso bocadillo de paté”, escribía, el 21 de junio, Serhí Prutskij, otro soldado ucraniano. Era el pie de foto de una imagen publicada en su cuenta de Instagram. 113 likes.

“Muchas felicidades, hijo mío. Te echo tanto de menos. Espero que me perdones por no estar hoy contigo. Te prometo que celebraremos pronto tu aniversario, y en Crimea”. Así felicitaba, en Instagram, el soldado Iurko Iakovenko a su hijo el 22 de noviembre. 188 likes.

No hay duda. Las redes sociales nutrirán los archivos que documentarán la invasión rusa de Ucrania.

"Viva Franco", "Viva España"

Viva Franco”. “Viva España”. Son las dos consignas que aparecen escritas al principio de la última carta que Paquita recibió de su prometido. Era el 11 de marzo del 1939, las tropas franquistas habían tomado Barcelona y quedaban pocos días para que acabara la guerra. Josep Bussot había sido encarcelado en un campo de concentración del régimen, en Tarragona. Le pedía a Paquita que lo ayudara a salir de allí, que necesitaba un aval de buena conducta, firmado por la Falange y por el alcalde y el clero de Blanes. 

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Nadie de la familia sabe qué pasó a partir de entonces. Solo saben que su abuelo volvió y que el 11 de mayo de ese 1939 se casaron. Tendrían cuatro hijos: Josep, Núria, Montserrat y Margarita. Y unos cuantos nietos: Pere, Marc y Gemma. Josep Bussot abrió un taller en Blanes y dedicó su vida a arreglar zapatos. Volvió a comer patatas fritas. Quiso olvidar la guerra. Murió en 1990.  

Slava Ukraini”, dijo, antes de marcharse, el soldado ucraniano que añoraba las patatas fritas. Más que una despedida era una cortesía. En ucraniano, significa "Gloria a Ucrania" y se ha convertido en símbolo de la resistencia ucraniana ante el ataque de Putin.

Ese día había nevado y en la estación de trenes de Pokrovsk predominaba el blanco. Y el hielo. Los inviernos son duros en el Donbass. La primavera, sin nieve, también lo está siendo. También lo será el verano. El destino de Ucrania se decide en esta región. Y, en la guerra de trincheras en la que se ha convertido la invasión rusa, cada metro ganado se paga con vidas humanas. Pensarlo se hace inevitable: ¿dónde estará aquel soldado? ¿Continúa luchando en alguno de los frentes? ¿Habrá vuelto a Kiev y habrá comido patatas fritas con su madre? ¿Ya está bajo tierra y es uno de los miles de jóvenes ucranianos que han muerto en este conflicto que obliga a ensanchar los cementerios del país?