Pélicot, un delincuente execrable

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Un esbozo de un momento del juicio, con Dominique Pélicot en segundo término.

Dominique Pélicot, de 72 años, ha reconocido este martes que durante diez años drogó y violó a su mujer, Gisèle, y la ofreció al menos a 72 hombres, a los que filmó para darse "placer", una perversidad monstruosa. "Soy un violador, como todos los que están en esa sala. Todos lo sabían y no pueden decir lo contrario". La declaración impactante de este personaje funesto, un auténtico delincuente, muestra con toda crudeza el caso extremo de una realidad durísima de nuestras sociedades: la masculinidad tóxica, dominadora, violenta, muy a menudo ligada a una vivencia enfermiza del sexo, como, por otra parte, demuestra la realidad de la prostitución (precisamente también este martes hemos conocido datos al respecto: si en Catalunya hay 34.759 mujeres que ejercen la prostitución, ¿cuántos hombres deben forzarlas a practicarla y cuántos pagarán por su servicio y en qué condiciones tantas veces de brutalidad?) Pélicot tuvo muchos cómplices. Hay que desenmascararlos.

Este juicio es relevante porque levanta acta pública de unos hechos intolerables y porque hace cambiar la vergüenza de lado: no es la víctima la que debe sentirla, son ellos, los que hacen sexo violento no consentido, los que es necesario erradicar. El juicio hace justicia a Gisèle, que ha demostrado una gran valentía y entereza con la denuncia, dando la cara públicamente, rompiendo con el miedo y la vergüenza. Su ejemplo puede ayudar a tantas otras mujeres que sufren abusos. Mujeres violadas, mujeres sitiadas. Y, por supuesto, en ningún caso vale excusarse, como ha hecho Pélicot, en experiencias traumáticas previas sufridas de pequeño y de adolescente. El mal recibido no puede justificar el mal cometido. La ética socrática hace ya tiempo que nos advirtió de que es preferible recibir una injusticia que cometerla. Pélicot optó por convertirse él también en un verdugo execrable. Que recaiga el peso de la ley y toda la vergüenza sobre él.

El asunto ha sacudido a la opinión pública, especialmente a la de Francia. También entre nosotros, donde la toma de conciencia ya se produjo con el caso de la Manada. El caso Pélicot responde a la misma inhumanidad. ¿Cómo se le puede hacer esto a alguien –¡a ninguna mujer!–, pero menos a aquella con la que se supone que tenías un largo vínculo de cariño (han estado casados medio siglo)? ¿Qué puede conducir a alguien a actuar de una forma así? El reconocimiento de culpabilidad y el hecho de que haya pedido perdón denotan que era perfectamente consciente de la barbaridad que estaba cometiendo, algo que no lo frenó. Y el hecho de socializar la culpa, de señalar a todos los que violaron a su pareja, resulta altamente revelador e inquietante: en realidad nos está intentando decir que esto no es tan excepcional, que se sentía, por decirlo de algún modo, acompañado por la participación de tantos otros hombres en un maltrato tan bestial. Todos ellos son anomalías, son deshumanizadores, hombres incapaces de establecer una relación de igual a igual con una mujer, de comportarse como auténticas personas, como compañeros de placer y cariño. Por eso es necesario que señalemos sin contemplaciones su cobardía repugnante.

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