Amor y pimienta

"Por primera vez supo lo que quería decir enamorarse de verdad"

No sabía decir qué era, pero Mariona se veía cambiada. Quizás los ojos, los labios. Quizá la nariz, que ya no le parecía tan grande

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'Espejo, espejito'.

De aquella época quedó todo el canchal de cosas malas, amontonadas una encima de la otra. Ni pasados ​​los años era capaz de deshacerse de ese sabor a flequillo que la acompañó durante tanto tiempo, recordándole que la incomodidad es una carcoma que acaba zampando poco a poco toda la autoestima. Fueron años terribles. La separación de los padres. El cambio de escuela apresurado en otra ciudad. No sentirse de ninguna parte. Tener la sensación de inseguridad y no encajar. La soledad, que la llevaba a los rincones más escondidos del patio, en el lugar de las malas hierbas, en esa media hora de recreo que a ella se le hacía eterna. Su cuerpo crecía salvaje e incontrolable. Los senos, que escondía coartados bajo un sujetador de gimnasio una talla más pequeña para hacer desaparecer ningún tipo de insinuación de protuberancia descontrolada. Los granitos de la cara, la nariz cada vez mayor. Pero sobre todo esa mirada al espejo que le devolvía la imagen de una desconocida grotesca a la que ella no quería parecerse. Y la madre, diciéndole constantemente que la suya era una belleza especial, singular y con carácter.

Todo eufemismos para justificar la mirada de un cargo que parecía haberle sido otorgado por generación espontánea o por la culpabilidad que le suponía haber roto toda la armonía de la vida de una hija que en plena adolescencia es debía hacer un hueco en un mundo totalmente hostil a los que salían de los márgenes.

En verano de los dieciséis la madre la apuntó a unos campos de trabajo de doce días para ayudar a rehacer unos lavaderos públicos en medio de un pueblo del Maresme. Le dijo que le iría bien conocer a gente nueva, airearse, y sobre todo salir del paisaje conocido. Lo cierto era que su madre tenía un congreso en Portugal y no quería dejarla sola tantos días en casa sin hacer nada. Mariona fue a regañadientes. Sin ganas ni expectativas. Pero allí conoció a Xenia y se hicieron amigas a la primera. Era pelirroja, con pecas del mismo color por toda la cara. Una belleza singular, pensó Mariona. Risa, expansiva, simpática. Y con un humor negro que a Mariona le sirvió para descubrir toda una estrategia para encararse al mundo. También tenía a los padres separados. Y le dijo que a menudo se sentía extraterrestre en una Tierra habitada por seres extraños e incomprensibles.

El resto de la gente de los campos de trabajo habitaban en este otro mundo, salvo dos chicos. Uri y Marc, que eran amigos y habían venido juntos. Uri era un farol. Guapísimo, pero una especie de encantador de serpientes. Quería ser periodista. O actor. O un escritor famoso. O meteorólogo. O alguien que saliera por la tele y le pidieran autógrafos. Mariona no podía dejarlo de mirar. Xenia tampoco.

Marc era discreto, el amigo divertido, ingenioso, una especie de Sancho Panza o de Huckleberry Finn. Un secundario imprescindible sin el que el protagonista nunca brillaría con todo su esplendor. Se hicieron amigos los cuatro, pero Mariona se enamoró de Uri. De hecho, por primera vez supo lo que quería decir enamorarse de verdad.

Uno de los últimos días, cuando volvían hacia la casa de colonias, Uri le dio un beso. "¡Qué auténtica que eres tía!" Cuando llegó a la casa, Mariona corrió hasta el baño para mirarse al espejo. No sabía decir qué era, pero se veía cambiada. Quizás los ojos, los labios. Quizás la nariz, que ya no le parecía tan grande. Quizá esas mejillas, que le quemaban. Quizás es que, sin saberlo, había matado a la carcoma.

Por la noche, desde abajo de la camilla, llamó flojito a Xenia para que fuera con ella. Cuando la tuvo cerca le contó emocionada lo ocurrido. Xenia se puso a llorar y le dijo que le sabía mucho, pero hacía dos días que Uri le había hecho exactamente lo mismo y que ella no se había atrevido a contárselo. Y que le había pedido por salir. Y que había sido ella quien le había dicho que Mariona estaba colgada de él.

En los últimos dos días de los campos Uri siguió como si nada y ellas hicieron equilibrios para que la desconfianza no derribara ese hallazgo mutuo que les había hecho sentir comprendidos por otro. Mariona le dijo a Xenia que no pasaba nada. Pero no volvió a dirigirle la palabra a Uri. Se sentía destrozada, engañada, apretada. Herida. No lo sabía, pero le cocía más la deslealtad de la primera amiga de su vida que el dolor infligido por un primer amor de serrín.

Xenia y Mariona se escribieron un par de cartas y se llamaron una vez, pero el contacto se perdió. En cambio, Mariona mantuvo una correspondencia durante tiempo con Marc, que después se convirtió en uno de sus mejores amigos. Mariona nunca le pidió por Uri. Ni ganas.

Hasta hace dos semanas, Mariona, que ya tiene treinta y siete, ha sido galardonada con uno de los premios literarios más importantes del país. Tiene una carrera exitosa: traducida a varios idiomas, la invitan a menudo a los medios de comunicación; es socia de una escuela de escritura y sus libros tienen fajas que ocupan media cubierta. Es mujer, joven, tiene el don de la palabra y una singular belleza que la hace especial. Cuando ha subido a leer el discurso de agradecimiento ha hablado de la niña que fue, de esa que no creía, que no se atrevía a soñar en voz alta. Ha animado a todas las niñas del mundo a creerse ya no dejarse pisar. Y ha dicho que ser diferente, extraordinaria o extraterrestre permite ver el mundo de una forma mucho más interesante. Los aplausos duran minutos. Cuando sale del escenario se le acerca el técnico de sonido para ayudarle a sacar el micro. Le desabrocha la petaca de la falda y le dice que se levante el pelo para poder sacarle la diadema. Cuando le mira, le reconoce.

"Siempre supe que eras la mejor".

"Yo también, Uri. ¿Quieres un autógrafo?"

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