Reportaje

Una vida salvaje: Marcos Rodríguez, el niño que creció entre lobos

La historia del último 'enfant sauvage' documentado en España, un viaje desde los bosques de Sierra Morena hasta Galicia

Sara Aminiyan i Guillem Pujol
8 min
Marcos Rodríguez, el niño que creció entre lobos

Rante (Ourense)La historia de Marcos Rodríguez Pantoja no es una sola, sino varias y van más allá de su propia vida. La más (re)conocida es la de un chico que creció en los bosques de Sierra Morena, en el sur de España, durante aproximadamente doce años, rodeado de lobos y otros animales salvajes. Rodríguez es uno de los rarísimos casos de los llamados feral child, concepto que define a aquellos niños y niñas que, desamparados y aislados de todo cuidado y amor paterno y materno, son acogidos y criados por otro ser vivo... no humano.

Ésta es sin duda la historia vertebral de la vida de Rodríguez, o al menos su historia hacia el mundo. Aunque no es la única a contar, ya que tampoco era la única de la que el propio Rodríguez quería hablarnos durante los dos días que estuvimos en la pequeña aldea de Rante, en la provincia de Ourense (Galicia). "Yo he tenido tres vidas: una con mi padre, otra en Sierra Morena –que es la más bonita del mundo, con los bichos– y luego la última, que ha sido con las personas humanas".

El interés por los "niños salvajes" se puede rastrear desde la leyenda de Rómulo y Remo, fundadores de Roma, que, según la mitología, fueron amamantados y criados por una loba. Sin embargo, la popularización de los casos de niños salvajes tanto en la literatura como en la ciencia empezó a tomar más forma durante los siglos XVIII y XIX. .El médico Jean Marc Gaspard Itard estudió su caso, y fue quien intentó educarlo y socializarlo –dos palabras tan comunes como problemáticas– El prestigioso director francés François Truffaut convirtió su historia en una de las obras maestras de la Nouvelle Vague bajo el título El niño sauvage.

La idea de los feral childrense ha presentado, a menudo, desde el punto de vista de la romantización de la vida natural en contraposición a la vorágine urbana, a menudo enferma y sin sentido, que expulsa a la ciudad. De hecho, a nuestro protagonista le ocurrió exactamente eso: "Allí me sentía feliz, muy feliz". Pero esta historia, lejos del estereotipo bucólico, está llena de aristas y claroscuros. "Mi madrastra no es que fuera mala, no; era malísima. Con cinco años tenía todo el día las costillas rojas de las estomacadas con la vara de olivo. Cuando llovía me hacía dormir fuera de casa. Y papá tampoco hacía". nada."

Marcos Rodriguez en la actualidad

Su caso obtuvo cierta popularidad después de que el director de cine Gerardo Olivares llevara la vida de Rodríguez en la pantalla grande con el filme Entre lobos (2010), aunque él no quedó del todo satisfecho con el resultado. "Me guardé muchas cosas", dice resentido. Días después medios nacionales e internacionales hacían cola a las puertas de su casa. Por morbo, interés o curiosidad, todo el mundo quería sentir cómo había sido la vida de alguien que había crecido entre lobos y con lobos.

Sin embargo, su opinión sobre la fama que le acompaña desde entonces es ambivalente. Se muestra contento por que le llamen de escuelas para dar charlas sobre cómo viven y se comportan los animales, porque "al menos pagan algo", explica.

Lo dice con cierto rencor. Son muchas las veces que se ha sentido manipulado por mucha gente que se le ha acercado a lo largo de la tercera etapa de su vida, con las personas humanas.

Como cuando nos señala el libro que escribió el antropólogo Gabriel Janer, que dedicó su tesis doctoral a estudiar su caso. Durante más de dos años, Rodríguez era su objeto de estudio, pero el autor no le avisó y tuvo que comprarse el libro él mismo, matiza enojado. Él no puede leerlo –no sabe leer–, pero quiere mostrarnos algunos de sus dibujos: "Aquí estaba abucheando a mi serpiente, porque se comió un pájaro y casi se atraganta". Como nos explicará después, tanto la serpiente como el zorro, que acogió cuando éste era un cachorro, formaron parte de su inseparable banda. Añade, también, que de saber escribir le hubiera gustado ser él, y no otro, quien contara su historia.

Rodríguez nos recibe en el Bar O Campo, el único del pueblo, y adornado con lo que parece ser el suyo outfitoficial para entrevistas. Iremos directamente a su casa, donde pasaremos la tarde charlando. Cuando narra alguna de sus experiencias durante su vida en la montaña, lo hace con una mirada neutra. Acostumbrado a las preguntas de todos los curiosos que quieren entender la alteridad, recita de memoria -como un buen estudiante que se prepara para el examen- algunas de sus estampas vitales. La siguiente es una estampa –y no una de cualquiera– que, incluso recitada de memoria y con cierta desgana, no deja a nadie indiferente. El momento en que su madre loba lo "adoptó":

—Resulta que un buen día me encontré a unos cachorros de lobo y me metí en la cueva a jugar con ellos, totalmente, y al cabo de un rato me dormí. Cuando llegó mi madre loba me dio un golpe en el culo y me despertó. Yo me fui arrastrando para salir de la cueva, pero no pude porque el macho estaba en la entrada con un venado muerto para alimentar a sus cachorros y me enseñó los dientes, así que tiré hacia atrás y me resguardé contra una roca, totalmente. Entró el macho con el ciervo, y la loba empezó a cortar trocitos para darlos a sus hijos, totalmente.

Rodríguez recuerda y sigue contando sin pausa:

—Pero yo tenía mucha hambre y entonces uno de los cachorros vino a comerse la carne a mi lado y yo le cogí un trozo. Entonces el cachorro se puso a bramar y vino la madre loba y le devolví la carne, totalmente. Yo me puse a llorar porque tenía mucha hambre. Entonces ella cortó un pedazo de carne y me lo arrojó cerca de mí, pero yo no quería ir a buscarlo porque tenía miedo. Pero mi madre loba me la acercaba cada vez más y entendí que me lo podía comer. Cogí el trozo y me lo metí en la boca. La loba se me acercó, y allí pensé "Se me come", totalmente. Pero no. Sacó la lengua y me lamió la sangre que tenía en la cara y frotó su cabeza contra mi cara. Entonces yo me lancé a su cuello y la abracé, totalmente.

En ese momento interrumpe unos instantes la narración, levanta los ojos y sale adelante:

—Entonces oí algo que nunca había oído, un amor que no sé describir, un amor de madre –Rodríguez no se va mudar con su familia de lobos a su cueva, pero fueron desarrollando un vínculo que duraría alrededor de doce años–. Ella primero me traía la carne y me la dejaba en una roca. Cuando veía que lo había cogido, daba media vuelta y se marchaba tranquila. Cuando me hice mayor iba con todos de cacería.

Marcos Rodriguez junto al Bar O'Campo
La casa de Marcos Rodríguez, en una aldea de Ourense, está llena de recuerdos con lobos
Marcos Rodríguez con uno de los libros que cuenta su historia en sus manos

Juego y necesidad

Rodríguez incluso logró dominar el fuego. Juego y necesidad, éstos eran los dos métodos de aprendizaje. Jugando con unas piedras logró hacer llama y, con ésta, la tranquilidad y el rescoldo en el hogar. Jugando con unas plantas aprendió a reproducir el sonido de los pájaros. Pero por necesidad aprendió a pescar y conservar la carne: "Yo colgaba la carne de un palo en la cueva, pero venía una mosca negra, la echaba a perder y me la tenía que comer con gusanos blancos y me dolía la barriga .Hasta que un día, mientras estaba en una cascada y caía agua a raudales vi que había una pequeña cueva, me puse en cuclillas a comer y así vi que las guindillas negras no podían pasar. momento empecé a guardar la carne y el pescado allí y ya no me hizo más daño la barriga."

Marcos Rodríguez en el bosque cerca de Rante, en Ourense

Cuando le preguntamos por los sentimientos de los animales que le rodeaban, nos mira extrañado, casi sorprendido: "Había días que jugábamos todos. Corríamos y jugábamos igual que hacen los niños aquí. Ellos sufren también cuando tienen una herida o lloran cuando les pasa algo. Sueñan ya veces tienen pesadillas como nosotros."

Rodríguez vivió en los bosques de Sierra Morena durante aproximadamente doce años. Tenía unos diecinueve años y España estaba marcado por la dictadura franquista. La Guardia Civil irrumpió en la zona donde vivía, mató a punta de escopeta a algunos lobos y se llevó a Rodríguez a la fuerza. Era un salvaje, un bicho extraño que había que reconducir mediante las dos principales instituciones de la época: el ejército y la Iglesia.

Lo primero que hicieron fue enviarlo al barbero y hacer de este chaval un chico de aspecto "normal". Cuando vio que un hombre se acercaba por detrás con una navaja intentó huir. No entendía nada. Luego se le acercó un agente de policía con un señor barriguido, de bigote frondoso y un puro en la boca. "El guardia me dijo «Este es tu padre». Y yo contesté «Este es tu padre». Y él me volvió a decir «No, el tuyo». Y yo «No, el tuyo»". Rodríguez sabía imitar perfectamente los sonidos, pero no entendía el sentido de las palabras.

–¿Qué pasó entonces con su padre? —le preguntamos.

–¿Lo sabes tú? —respondió Rodríguez.

—...

—Pues yo tampoco. Ésta fue la última vez que lo vi.

De ahora en adelante comienza la tercera parte de su vida. La más larga y difícil, caracterizada por un denominador común que acompaña a muchas de sus historias: el engaño y la decepción. Y de la mano de episodios de pobreza. "He sufrido hambre aquí, no en la sierra". Engaños y tomates de pelo, como cuando estuvo viviendo en Mallorca trabajando como transportista de medicamentos. Hasta que la policía le confesó que lo que transportaba no era medicina, sino hachís. O cuando descubrió que le pagaban mucho menos de lo que valía su trabajo, porque aún no entendía que un billete pudiera valer más que tres monedas.

Una de las cosas que Rodríguez siempre recuerda cuando va a dar charlas en las aulas "es la suerte de tener una familia, un padre y una madre que los quieran". Sin embargo, cuando nos cuenta la historia de cómo conoció a su hermano, evidencia que no es exactamente una familia (al menos no en el sentido tradicional del término) lo que echa de menos.

—¿Cómo se sintió en ese momento? ¿Significaba algo para usted tener un hermano?

—No, porque... la sangre no vale nada, no vale para nada. Es el cariño con la persona lo que necesitamos, totalmente.

Un cariño que no ha podido encontrar con las personas humanas. Casi sesenta años después de que fuera desnudo del bosque, la sensación de aislamiento y de no acabar de encajar entre sus iguales no ha dejado de atormentarlo, aunque su opinión respecto a las personas ha evolucionado ligeramente con el paso de los años: "Con el tiempo me he dado cuenta de que no todas las personas son malas; también hay personas buenas. Ocurre igual con los animales. Totalmente".

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