He vivido unos meses bastante ásperos en el ámbito personal. No todo ha sido malo y he reído y disfrutado, pero no ha sido ni el verano ni el inicio de otoño de mi vida. Los trastornos emocionales siempre me pasan factura, pero esta vez me ha tocado visitar a más médicos que en todo el resto del año. Mis males eran poco graves, pero enfadadores y ha habido momentos en los que he sufrido un agotamiento físico muy fuerte.
Un día de esos que estaba especialmente desanimada, mi amiga Mireia, con su fina ironía, me dio permiso para continuar igual de floja todo el tiempo que fuera necesario. Según ella podía estar tranquila por el trabajo realizado en estos últimos años. No hacía falta que demostrara nada y me aconsejó que me soltara en el cansancio sin reparos.
No tengo ningún problema para compartir cómo estoy con mi gente, pero llevo fatal que todo se alargue. Y ese cohete vital que siento dentro de mí y que me empuja hacia la alegría y el bienestar, esta vez se ha quedado en la estación base más tiempo de lo que hubiera querido. Y he querido contarlo.
Cuando alguien de suficiente confianza me ha preguntado “qué tal”, en lugar de responder “bien” o “natirando”, he explicado cómo estaba. Sin desahogarme, pero procurando ofrecer un titular que se ajustara a la realidad. No lo he hecho para lloriquear, sino porque estaba pasando una época diferente y extraña y quería mostrarme humana y terrenal.
En las redes muestro parte de mi vida y no me gusta compartir según qué. Encuentro maravilloso y necesario que haya quien explique sus malestares. Yo prefiero hablar de ello en forma de artículo. Me siento más cómoda. Pero sea como sea, creo que es importante decirlo. Porque como muchas mujeres que echamos del carro de tantas cosas, de nuestra vida y también de la de los demás (todavía tengo dos hijos viviendo conmigo la mitad del tiempo), corremos el peligro de parecer invulnerables. De hecho, las mujeres enérgicas y activas, el día que estamos tocadas, no siempre encontramos a quien nos escuche. Incomoda vernos de descarga. Enseguida hay quien te dice que lo que vivas te pasará deprisa. Y quizás porque siempre nos mostramos fuertes, somos quienes necesitamos más abrazos.
La resiliencia que me vino de fábrica y que me salva y me ha salvado de todo, no es excusa para que la gente crea que no soy vulnerable. Lo soy. Las mujeres lo somos, y es bueno que lo hagamos saber y que se nos ofrezca ayuda de forma natural cuando se nos ve agotadas, cosa que demasiado a menudo no ocurre. Hay quien confunde vulnerabilidad con debilidad pero soy de las que piensan que exponer la vulnerabilidad es una muestra de fortaleza. Y también una condición indispensable para seguir celebrando su vida a partir de un relato real y no edulcorado. Sí, viva la vida, hoy y siempre. Incluso viva la vida aquellos días de mierda, porque como dice Mishima, si quieres que salga el sol antes tendrá que pasar la noche. Y se lo digo porque ahora mismo en mi casa la luz del amanecer ya amanece.