12-M: cambio de rasante

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Un Pleno del Parlamento catalán el pasado mes de septiembre.

Tenía que empezar la campaña electoral en Catalunya, con expectativas por lo que hay en juego pero sin grandes pasiones. El terreno estaba bien acotado entre dos polos que significaban el cambio de rasante que personifica Salvador Illa y el continuismo con la utopía, más verbal que otra cosa, del “lo volveremos a hacer”, sector representado por un Carles Puigdemont con mucha capacidad polarizadora pero parece que con algo menos de credibilidad de la que había tenido. En medio, una Esquerra que intenta asomarse entre la gran confrontación apelando a una gestión de gobierno que resulta más bien raquítica. Pero apareció el inesperado y poco comprensible factor Pedro Sánchez, cuyo movimiento, tal y como ha terminado, nadie es capaz de decir para qué ha servido. Buena parte de los argumentos de la famosa carta tienen todo el sentido del mundo. No es aceptable ni asumible el nivel de basura, maledicencia, confrontación, exabruptos, mentiras y difamaciones. Desgraciadamente, hace mucho que dura, y hace mucho que debería haber sido abordado. Centrar el tema en la esposa propia para tomarse un tiempo no resulta muy adecuado. Toda la otra gente que ha sido víctima del pseudoperiodismo, del fango político de la derecha ya convertida toda en extrema y de un poder judicial de una cultura prevaricadora y antidemocrática, también merece ser defendida. El parón parecía hacer referencia a un “factor humano” aceptable, pero la salida de la retirada espiritual nos ha dejado confundidos. Había que concretar, y mucho, qué significa el espíritu de regeneración democrática, tan necesaria, que se dice querer impulsar. Presentado de forma genérica, suena un poco demasiado ligero, por no decir frívolo.

Partidos políticos, analistas y opinadores se han hecho la misma pregunta: ¿cómo afecta esto a la campaña y los resultados de las elecciones catalanas? Sinceramente, creo que solo en el estado de ánimo de los contrincantes, confundidos por un movimiento inesperado que algunos han creído que era un sutil y sofisticado movimiento estratégico para reforzar la candidatura de Salvador Illa. Me parece que ni estaba prefigurado, y que tampoco ayuda o perjudica a su discurso político, que tiene una solidez y una lógica propia que se centra en el futuro de Catalunya. Justamente es Salvador Illa quien menos ha apelado a la política española. Curiosamente, quienes más lo hacen son los propios independentistas, que en sus discursos no parecen recordar el pacto político que tienen en Madrid y sobre el que pivota una ley de amnistía hecha para el beneficio de los suyos. A los “exiliados del interior”, que son muchos más y que han tenido que aguantar aún más en la última década, no se los reconoce ni se los “rehabilita”.

Más allá de Pedro Sánchez, todo el mundo sabe qué se juega Catalunya en estas elecciones. No son unas elecciones más. Por mucho que algunos vivieran el Procés como una fiesta y como un camino hacia la utopía, no ha llevado a ninguna parte ni nada bueno. O sí: a un país dividido y confrontado, con pérdida de competitividad, degradación de los servicios públicos y una parálisis económica y social que, en la práctica, significa retraso. La posible aborción del Banco de Sabadell por parte del BBVA no es algo anecdótico. Es muy relevante y expresa la falta de políticas serias y estabilidad institucional. Probablemente estas elecciones son las menos ideológicas de hace años. La elección es entre mantenernos en el estado de ensoñación que significa Puigdemont y su voluntad de repetir el 1 de Octubre, o recuperar la normalidad política y que el país vuelva a ser gobernado, y que lo sea sin trincheras y sin exclusiones.

Guste o no, el PSC representa la centralidad, la superación del conflicto. Salvador Illa es el candidato mejor situado para eso, porque si algo tiene es experiencia de gestión, y practica muy poco la estridencia. Nadie debería sentirse perdedor en estas elecciones en la medida en que todos nos reconocemos la legitimidad de pensar el país como queramos, de aceptar la pluralidad y el principio de la tolerancia. No puede haber ni jueces ni guardianes de la catalanidad. La amnistía, con su coste político, es una buena manera de demostrar la voluntad de superación de una dinámica que, seamos claros, no debía haberse impulsado nunca, y menos por parte de aquellos que como Artur Mas se presentaban hace unos años en la sociedad catalana como gente de seny y moderación. El país tiene carencias, debilidades y retos muy importantes que afrontar. Y debería hacerse el encargo a personas que creen en la política como gestión de necesidades colectivas y no como impulso de movimientos épicos. Esta vez será el estado de ánimo el que decidirá buena parte de los votos catalanes. Ganas de pasar página, de dejar de escuchar discursos vacíos, de dejar de aceptar que nos mientan y, finalmente, que nos hablen de lo que realmente afecta a la vida de cada día. Es la hora de gobernantes tranquilos, previsibles, y no de políticos arruinados instalados más allá de la realidad. Como en la película de Jean-Luc Godard, hay síntomas de que estamos ante el final de la escapada.

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