La novedad es que, esta vez, es la justicia española misma la que reconoce, aunque sea implícitamente, la existencia del lawfare. La guerra sucia judicial es un abuso de poder antidemocrático, y sin embargo recurrente en la democracia española: recordemos las torturas y juicios de parte en el País Vasco durante la guerra policial y judicial contra ETA, o las razias contra independentistas en la Cataluña olímpica, o la impunidad de los GAL, o el cierre del diario Egunkaria, o los jóvenes de Altsasu, o las falsas acusaciones contra dirigentes de Podemos y otras organizaciones de la izquierda española, o la impunidad de la que han disfrutado, a menudo, los grupos violentos de extrema derecha, o, por supuesto, la larga y delirante persecución judicial contra los independentistas catalanes del Proceso.
Todo esto siempre se ha negado categóricamente, y poner en cuestión la imparcialidad de los jueces y fiscales en España ha sido anatema y ha equivalido a la descalificación inmediata para quien planteara la duda. Ahora, sin embargo, es un magistrado de la sala penal de la Audiencia Nacional el que desmonta toda la instrucción de otro juez, el tristemente célebre Manuel García-Castellón, que no ha hecho otra cosa a lo largo de su digamos trayectoria que utilizar la justicia para servir a intereses políticos (los del PP en particular, y los de la derecha ultranacionalista española, en general). Tres años de diligencias del caso Tsunami han sido anulados de repente: la ironía es que se ha hecho por un defecto de forma, porque además de prevaricadores, los jueces como García-Castellón suelen ser chapuceros, chulescos e indolentes. Este García-Castellón, por ejemplo, pensaba que el cumplimiento de los plazos para presentar medidas no iba con él, y se permitió decretar la prórroga de las investigaciones contra los perseguidos por el caso Tsunami veinticuatro horas después de la fecha límite para ello. Éste ha sido el pretexto para obligar a García-Castellón a desmontar su circo: recuerda un poco cuando al gángster Al Capone finalmente le pillaron, pero no por contrabando de licor, cohecho, robo y asesinato, que eran sus prácticas habituales, sino por no pagar impuestos.
El hecho tiene derivadas políticas evidentes (otras, como el retorno de Puigdemont y Wagensberg, a la espera de lo que decida el Supremo, y otras que de momento no podemos prever), que son favorables a los enemigos políticos que García-Castellón quería destruir: los independentistas catalanes y el gobierno de Pedro Sánchez, con él a la cabeza. El giro de guión respecto a la situación que había apenas la semana pasada vuelve a ser brusco y completo. Hace pensar –como decía Xavier Vendrell en una entrevista en el Más 3/24, poco después de que se conociera la noticia– que, además del buen trabajo de la letrada Marina Roig, también ha habido un trabajo político suficientemente efectivo por parte de los partidos independentistas y del gobierno de España. Ahora que la comedia ha sido destapada, es momento de plantearse qué hacer (penalmente) con los jueces y fiscales prevaricadores.