Dolors Montserrat ha venido con la procesión de ultras, semiultras y reultros del Parlamento Europeo a comprobar que la inmersión lingüística en la escuela catalana no hace que a los niños y niñas catalanes les salgan cola y cuernos, ni que excreten azufre.
M encanta su ímpetu, y sólo sufro por, cuando después de la ardua tarea (cuando digo tarea no me refiero a un bar, que necesitaría), todos los señores que lo acompañan se quedan solos. Dolors Montserrat tiene un pernicioso, pecaminoso, dramático acento catalán cuando habla en castellano. Como es sabido, al ser humano básico, si el hablante de una lengua se le cae bien, el acento le gusta, pero si no se le cae bien, la llena de rabia. Recordemos que cuando te digan “los catalanes, cuando habláis, parece que parte nueces”, debes contestar: “No creo, no creo”. En este caso, Dolors Montserrat quizá da rabia a los compañeros hidalgos porque no es capaz de hablar como si fuese del municipio de Fachalecas del Cogorcio. Tiene acento. La naturalidad de su catalán, el uso familiar y seguramente popular que lo hace, la convierte en sospechosa y nada simpática.
Con esto quiero recordar que, por muy facha que seas –que no es el caso que nos ocupa, por favor–, el origen catalán no se perdona. Albert Rivera –ay, como lo añoramos, mis cincuenta mejores amigas y yo...– fue a Madrid a hacer campaña por los conductores de Uber, en aquella época gloriosa en la que era político. Los taxistas madrileños, legítimamente cabreados, le insultaron llamándole esta palabra: “¡Catalán!”
Me gusta mucho el folclore y estas delegaciones, como la Santa Inquisición, o las carabinas que escoltaban a las parejas para que no se metieran mano, y lo único que me parecerá intolerable es que algún analfabeto o analfabeta insinúe que las pruebas PISA han ido mal por culpa de hablar una lengua de más. Aprovecho, pues, para felicitar a todos los estudiantes de humanístico, que estudian lenguas muertas, “que no sirven para nada”, así como a sus maestros.