Imagen de los carteles contra los Maragall que se han colgado en varias sedes de ERC
07/07/2024
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Seguro que el escándalo de los carteles de los hermanos Maragall no es un caso único, pero se trata de un ejemplo intolerable de mal gusto, impropio de un partido que parecía haber llegado a cierta mayoría de edad. Como parece evidente que toda la plana mayor de ERC estaba al corriente, no hablamos solo de una mala praxis, sino de un encubrimiento, y, por tanto, es justo que se asuman responsabilidades.

Dicho esto, no estamos hablando (que se sepa) de corrupción, sino de una práctica moralmente inaceptable. Los ataques de falsa bandera, como la manipulación de las redes sociales o las filtraciones interesadas, son maniobras que muchos partidos políticos han utilizado para perjudicar a sus adversarios. Todos recordamos los falsos dossieres de los gobiernos del PP, la grabación de la conversación de la Camarga, que Método 3 atribuyó a José Zaragoza, del PSC; o bien, años antes, las ayudas económicas que Fèlix Millet, por inspiración de CDC, concedió al partido de Àngel Colom y Pilar Rahola, escindido de ERC.

Ahora es ERC quien está en falso, después de muchos años de presumir de paz interna, de comportamiento intachable e incluso –en el caso de Junqueras– de bondad personal. No tiene que extrañar que la opinión pública moje pan. Y el partido ni siquiera puede cerrar filas a causa de la guerra interna entre la dirección interina –encabezada por Marta Rovira con el apoyo de Pere Aragonès– y los seguidores de Junqueras, que aspira a reconquistar el poder. No parece una batalla ideológica, sino una lucha entre la renovación inaplazable y la reivindicación personal de un líder que no quiere irse sin someterse al veredicto de las urnas, que le han sido vedadas.

Los republicanos tienen que valorar que, al menos, sus adversarios electorales se están absteniendo de hurgar en la herida. Los silencios de Junts y del PSC son ciertamente notorios, y eso sin duda tiene que ver con que ERC, pese a ser un animal herido, sigue teniendo la llave de la legislatura catalana. Más concretamente, la llave la tienen los sufridos militantes republicanos, que tendrán que validar un eventual acuerdo con el PSC, lo que no será fácil: la asamblea puede adoptar fácilmente un carácter plebiscitario sobre la gestión de la dirección del partido.

Los negociadores de ERC, comandados por Rovira, están entre la espada y la pared, porque si se inviste a Illa a cambio de un buen acuerdo de financiación será el propio Illa, como presidente, quien se beneficiará de ello. Por otro lado, este acuerdo debe tomarse en Madrid, donde los votos de Junts también son necesarios. Y Junts no quiere vincular financiación con investidura. Por lo tanto, no será fácil. Los socialistas, al menos, saben que ERC no está en disposición de afrontar una nueva cita con las urnas... al menos en solitario: se oyen voces que piden un nuevo Junts pel Sí, o un front populaire a la francesa, con la CUP. Pero ahora estas opciones suenan desesperadas. Lo mejor para el partido sería instalarse en la oposición y lamerse las heridas. Si el precio a pagar –un president “del 155”– es excesivo, deberá decirlo una militancia crispada, dividida y decepcionada.

Y he aquí cómo una coyuntura que parecía ideal para dar un paso adelante en la vía de una mayor soberanía fiscal y económica puede naufragar por los líos de una formación con todos los liderazgos puestos en entredicho. El congreso de ERC, donde se espera un sórdido volar de cuchillos, está convocado para noviembre. Y falta mucho, para noviembre. Por ahora, parece una agonía demasiado larga. Para el partido y para el país.

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