Alex Salmond y el respeto

“Nos falta lo que podría llamarse una arquitectura de la simpatía, es decir, un movimiento progresivo que supere nuestra identificación solo con aquellos individuos que son como nosotros”. Esto dice Richard Sennett en un gran ensayo que fue publicado en 2003 con un título lacónico y rotundo: El respeto. Sennett se refiere al concepto de respeto como un intangible que, paradójicamente, se acaba traduciendo socialmente en cosas concretas. En una sociedad en la que no impera el respeto de unos hacia otros –el respeto colectivo–, se agrandan las desigualdades, se multiplican las actitudes intolerantes y se hacen insoportablemente omnipresentes los roces por los motivos más banales, añade Sennett. No estamos hablando, pues, de un valor entre otros, sino del que permite otorgar sentido a nuestra acción más allá de circunstancias coyunturales.

El pasado sábado, 12 de octubre, el político escocés Alex Salmond murió repentinamente en Macedonia del Norte. Tenía 69 años. En 2011, Salmond logró la mayoría absoluta en el Parlamento escocés y se comprometió a pilotar un referéndum legal, y por tanto asumible por la comunidad internacional, sobre la independencia de su país. El 18 de septiembre de 2014 se hizo la consulta, donde el no superó al con un 55,3% de los votos. Salmond decidió dimitir, y así fue. Con contadísimas excepciones, entre Inglaterra y Escocia hubo respeto mutuo, visible en los medios de comunicación, las instituciones y la misma calle. Tanto en Londres como en Edimburgo la gente no se pronunciaba histéricamente sobre el tema de la independencia ni en un sentido ni en otro; nadie pedía tampoco la cárcel para los líderes independentistas escoceses ni para ningún otro representante democrático, ni escribía disparates apocalípticos en los periódicos. En las televisiones o en las radios, tanto públicas como privadas, no existe la figura del tertuliano: se invita a un economista si es necesario hablar de economía, a un filólogo si se debe disertar sobre lengua y a un geólogo si parece oportuno hablar de piedras. Así de sencillo. El resultado revierte positivamente en los ciudadanos, que pueden interpretar la realidad sin la guía equívoca del tuttologo, como dicen los italianos. Lo políticamente más importante de este respeto mutuo es que los problemas importantes pueden tratarse desde la racionalidad. A la larga, todo ello permite consensuar decisiones inteligentes o descartar otras que no tienen sentido. El buen clima al que hacemos referencia tuvo mucho que ver con el talante de Salmond, siendo una persona asertiva y puntualmente vehemente.

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En cambio, antes, durante y después del 1 de octubre de 2017 en Catalunya se dijeron cosas que transgredían los límites mínimos del respeto. No soy partidario de unos medios de comunicación melifluos e infantilizantes, pero tampoco del griterío manicomial o la simple maldad. Podemos jugar a que no existe la ética y que todo es relativo, como buenos posmodernos neurotizados por la duda sobre la duda que somos, pero esta actitud no contribuye a nada. Cuando se conoció el resultado del referéndum escocés, los partidarios del y los del no siguieron conviviendo en el marco de una civilizada indiferencia, matizada o no por esa “arquitectura de la simpatía” a la que se refería Richard Sennett. Después del 1 de octubre del 2017 en Catalunya las cosas no fueron exactamente así, obviamente: muchos dirigentes políticos acabaron en prisión o en el exilio. La falta de respeto puede expresarse de otras muchas maneras. Hace unos días el diputado del PP Miguel Tellado llevó a cabo una performance obscena en el Congreso de Madrid mostrando una fotografía con víctimas mortales de ETA en un contexto que nada tenía que ver con el tema. Los familiares se mostraron indignados y con razón. Increíblemente, ese individuo que no conoce otra realidad laboral que las zancadillas de partido y otras malas artes de la política no ha dimitido.

La cultura política anglosajona, de la que Salmond formaba parte, puede ser criticada desde muchas perspectivas; en relación con esta actitud concreta, sin embargo, la del respeto digamos flemático, constituye un referente valioso. De hecho, la condición de posibilidad del respeto al otro no es otra que la convicción de nuestra propia falibilidad. La idea no es mía, sino de un ilustre británico padre de ese liberalismo entendido como algo más, mucho más, que una teoría política o económica: John Stuart Mill. El límite éticamente intolerable de la determinación, sea política o cualquier otra índole, es el fanatismo. La gracia de esta regla es que vale para todos.