Que la aprobación de la ley de amnistía es un gran éxito democrático solo puede negarse desde la ofuscación ideológica o desde los intereses de partido, desde la ignorancia o la mala fe. Llegar a ese momento era imprescindible si se quería mantener un estado de derecho que ha sido violentado, roto y/o puesto en máximo riesgo muchas veces en los últimos años. Pero no lo ha sido porque los independentistas catalanes fueran un grupo de criminales, sino porque los supuestos defensores de la democracia han actuado de formas profunda y violentamente antidemocráticas.
Y esta es la parte oscura, o lamentable, o como queramos llamarlo, de la ley de amnistía: que es el producto de un enorme fracaso democrático. Ahora que la ley ha sido aprobada, es oportuno dejar un momento a un lado las múltiples miserias internas que arrastra el independentismo catalán y fijarse en la imagen de conjunto. Y en la imagen de conjunto sobresalen varios momentos de nuestra historia reciente. El Tribunal Constitucional tumbando un Estatut votado en Les Corts y refrendado por la ciudadanía. Miles de policías vapuleando a ciudadanos indefensos en los colegios electorales, en las calles y plazas de Catalunya, el 1 de octubre de 2017. El rey de España, dos días después, haciéndose suyo el tristísimo A por ellos que los fachas gritaban por las calles. Los líderes políticos y civiles del Procés, juzgados en un juicio lleno de irregularidades, desde una multitud de testimonios falsos hasta unos fiscales y unos jueces descaradamente parciales y politizados, pasando por una acusación particular ejercida por la extrema derecha. Los líderes en el exilio, perseguidos obsesivamente con una colección de euroórdenes de estar por casa que han sido, durante años, el hazmerreír de Europa. La represión judicial, o lawfare, de miles de ciudadanos acusados de auténticas barbaridades, como terrorismo, solo a causa de sus ideas políticas. Como música de fondo, el rugido continuo de los insultos, las difamaciones y las amenazas contra independentistas y contra todos aquellos que, por convicción o por conveniencia, hayan querido escucharlos y dialogar con ellos.
El gran fracaso ha sido, por tanto, el de la respuesta autoritaria de España contra un movimiento político plenamente democrático y legítimo. Con la ley de amnistía, los represaliados son reconocidos y resarcidos, y el estado español restablece unos mínimos exigibles de calidad democrática. Pero por poco: los berridos cada día más exaltados de la derecha ultranacionalista (encabezada por un PP dispuesto a perder toda noción de centralidad a cambio de volver al poder), y la amenaza del sector politizado y parcial de la magistratura de sabotear la ley de amnistía en su propia aplicación, recuerdan que no existe normalidad institucional en España. Al contrario, existe la voluntad manifiesta de seguir utilizando las instituciones para destruir todo lo que molesta a los de siempre. Son los mismos golpistas, ellos sí, de siempre. Y la amnistía tenemos que entenderla como un primer paso para llegar a derrotarlos. Algún día, aunque sea para variar, tenemos que ganar.