Sobre el amor a Rusia, un imperio roto, humillado y amenazante

Vladimir Putin en un desfile militar en Moscú en una imagen de archivo.
24/10/2025
4 min

A las sociedades con mentalidad imperial les queda estrecha la geografía. Y, como se vio tras el Tratado de Versalles (1919) con la transformación de Alemania en el monstruo nazi, es peligroso humillarlas. Si una de esas sociedades supuestamente humilladas y amputadas lleva más de un siglo viviendo en un eterno 1984 orwelliano, con una confusión total sobre la verdad y la mentira, el peligro es inmenso. Hablamos de Rusia. El mayor país del mundo, con el mayor arsenal atómico.

¿Es razonable el temor europeo ante Rusia? ¿Tiene sentido tanto afán por comprar armas? ¿Es real la amenaza? Antes de responder a estas preguntas conviene leer Amo a Rusia, un libro de Elena Kostyuchenko. Hay mucho publicado de Anna Politkóvskaya y de Svetlana Aleksiévitx, hay gran literatura sobre eso que llaman el “alma rusa”, hay millones de textos sobre cómo Vladimir Putin y la antigua KGB se adueñaron del país derrotado en la guerra fría, se sabe todo lo que hace falta saber sobre el asesinato sistemático de los opositores al régimen. ¿Hace falta más?

Sí. Las crónicas de Elena Kostyuchenko (38 años, apaleada, detenida, envenenada, antigua redactora de la heroica Nóvaya Gazeta donde también trabajaba su ídolo, la asesinada Politkóvskaya) son, además de una lección de periodismo y una lectura escalofriante, una colección de pruebas irrefutables sobre el extravío moral de Rusia. El libro se cierra, literalmente, por debajo del pie de imprenta en la última página, con una frase de la premio Nobel Svetlana Aleksiévitx: “El sufrimiento es nuestro capital, nuestro recurso natural. No el petróleo o el gas, sino el sufrimiento. Es la única cosa que somos capaces de producir consistentemente”.

Sin necesidad de remontarse a la opresión zarista, Rusia lleva más de un siglo inmersa en la mentira orwelliana: el neolenguaje, la policía del pensamiento, la aberración de las verdades oficiales que contradicen la realidad más obvia. No se sale fácilmente de un sistema como el soviético, y menos tras una derrota frente al imperio enemigo, el estadounidense.

Kostyuchenko describe en sus crónicas la miseria del país más allá del Café Pushkin, los Porsches y otros lujos de Moscú: la corrupción policial, la contaminación industrial, el alcoholismo (hay vodka ilegal destilado a partir de anticongelante), el miedo y la reverencia al Estado, el salvajismo (cuidadosamente envuelto en falsedad) de la guerra contra Ucrania, el recuerdo nostálgico de la Unión Soviética, la vocación casi suicida de los trabajadores de la Nóvaya Gazeta (hoy prohibida en Rusia y editada en Letonia).

Sobrecogen de forma especial los incisos en que Kostyuchenko habla de su propia familia. Su abuela, campesina, obrera industrial y criadora de abejas, ahorró toda su vida para dejarle una generosa herencia a su nieta. “No va a carecer de nada”, dijo. “Si quiere, puede irse a vivir a Moscú”. Debido a la inflación encubierta y a la fragilidad del rublo, cuando la nieta recibió el dinero pudo comprar con él dos pares de calcetines y dos mudas de ropa interior.

La madre, la primera licenciada universitaria de la familia, trabajó como técnica en una fábrica de pinturas hasta que el colapso soviético y el saqueo del país (por parte de rusos y extranjeros) durante la época de Boris Yeltsin la obligaron a simultanear un empleo de maestra y otro de fregona. Había ahorrado para comprarse una dacha. Solo le alcanzó para un frigorífico.

Transcribo una conversación entre Elena Kostyuchenko y su madre (a la que claramente adora) tras la revolución ucraniana del Maidán (2013): “Gracias a Dios que no estás en Ucrania, Dios te protegió”, dice la madre. “¿De qué me protegió?” “De los nazis. ¿No sabes que aquello está lleno de nazis? Te habrían ejecutado por ser rusa”. “No digas tonterías, mamá”. “Odian todo lo ruso, prefieren ser europeos. Nos ven como enemigos. Esa revolución es una traición a Rusia. ¿No te has enterado?”. “Y tú dónde te has enterado de todo eso?”. “Me informo en la tele”. “Yo leo los reportajes de mis colegas [de la Nóvaya Gazeta]. Son rusos y, que yo sepa, no los han colgado”. “Porque trabajáis en un periódico antirruso”.

Kostyuchenko vuelve a hablar de su madre: “Mis viajes no la entusiasman, jamás me ha pedido que le traiga algo típico de los lugares donde he estado ni que le enseñe fotos del viaje. Dice que no le interesa, que no puedo imaginarme lo que es ir adonde se quiera y sentirse como en casa. Ha estado en Georgia, Ucrania, Letonia, Estonia, Lituania y Bielorrusia y todo era el mismo país. Le es difícil aceptar que ahora ya no sea así”.

La autora de Amo a Rusia dice que, si pudiera, viviría en Rusia. Ahora está exiliada en Berlín.

Volvamos a las preguntas del principio. ¿Es real la amenaza rusa? Sí. Al margen de su arsenal nuclear, su ejército, como se ha demostrado en Ucrania, es mediocre. Pero un país cuyos habitantes viven tan humillados y engañados, bajo la opresión (muchos rusos lo negarían) de un dictador especializado en manipular la realidad, constituye un peligro para Europa y todo el planeta.

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