16/07/2022
3 min

En la Catalunya sociovergente del siglo pasado, teníamos dos gobiernos enfrentados, el pujolista en la Generalitat y el maragallista en el Ayuntamiento de Barcelona. Aun así, sin hacerlo nada explícito, sumaban. El país progresaba: escuelas, empresas, Juegos Olímpicos, equipaciones culturales... Más allá de los choques retóricos, ideológicos (nacionalismo versus socialismo) y judiciales (caso Banca Catalana), el reparto de poder funcionó. Había ruido, claro, pero había también grandes consensos intocables. Algunos en positivo (como el de la lengua) y otros en negativo (como el de la corrupción). Cada gobierno era coherente en él mismo. Todos venían del antifranquismo y compartían, por lo tanto, un poso común.

Sin caer en absurdas nostalgias por este pasado, hoy la situación es decepcionante. Y es inversa a la de entonces. Tenemos dos gobiernos enfrentados internamente, lo que hace casi imposible la colaboración externa, y ya no digamos los consensos para avanzar. La pugna es muy evidente en la Generalitat entre ERC y JxCat, pero también existe en el Ayuntamiento entre los comunes y el PSC. El proyecto independentista está perfectamente encallado (solo hay que mirar qué pasa con la mesa de diálogo con el Estado), el proyecto de ciudad es perfectamente contradictorio (solo hay que mirar qué pasa con el turismo). 

No hay, además, perspectiva de cambio. Es difícil prever qué puede pasar en el próximo ciclo electoral, empezando por las municipales. Pero todo apunta a una continuidad de la fragmentación y a una dificultad para pactar grandes proyectos transformadores. Las desconfianzas, por no decir los odios viscerales, son muy fuertes a ambos lados, ya sea dentro del soberanismo o dentro de las izquierdas, y por supuesto entre unos y otros. Prevalece el campanilismo, la tendencia al empequeñecimiento, a la política de bandosidades. Así es difícil construir algo. El tiempo pasa, las oportunidades se esfuman, los problemas se enquistan, el fatalismo se impone. En la calle domina el pesimismo, el “no hay nada que hacer”. La gente no renuncia a sus ideales ni convicciones, pero cada vez son más los que dan un paso al lado, “ya os apañaréis”, y se recluyen en la vida privada: las vacaciones, la familia...

Esto nos pasa en Catalunya. Y en España, ¿qué? Pues allí están volviendo a su pasado más rancio, el del choque frontal. Están volviendo a las dos Españas fratricidas. La derecha, a pesar del canto de sirena moderado de Feijóo, se ha extremado en sintonía con las corrientes mundiales del autoritarismo populista. Y la izquierda busca la confrontación, ni que sea por supervivencia táctica del funambulista Sánchez. Tampoco hay posibilidad, pues, de grandes consensos, de un proyecto compartido. Por supuesto, todavía menos de acuerdos de fondos con la periferia irredenta, es decir, sobre todo con Catalunya (los vascos han aprendido, también en la izquierda, a sacar partido de la situación sin caer en maximalismos ideales). El PSOE necesita los votos de la pluralidad nacional, pero esto no quiere decir que esté dispuesto a dar un paso histórico adelante para reconocerla. El ruidoso patrioterismo ultra, tan presente en Madrid, lo asusta y lo condiciona, e impide cualquier gesto o progreso en este terreno.

El panorama mundial tampoco acompaña. Europa, después de sobrevivir a la crisis financiera y a la crisis migratoria, de superar el Brexit y la pandemia, y de intentar situarse en vanguardia de la lucha contra el cambio climático, ahora, para hacer frente a la invasión rusa de Ucrania, se ha tenido que volver a poner en manos de EE.UU. (y en manos de energías fósiles). La hipótesis de convertirse un poder intermedio entre Estados Unidos y China se ha esfumado. La prioridad, de golpe, ya no es ambiental, social o democrática, sino militar. Hacia aquí irá el esfuerzo económico público. Y todo esto, claro, no prefigura un clima favorable a experimentos democráticos como el catalán o el escocés.

stats