Ahora que se habla de Argentina, es buen momento para recordar que el país del peronismo y de Milei llegó adonde está ahora debido, muy principalmente, a la corrupción. Argentina es un país rico pero saqueado por sus propias élites dirigentes, que generalmente han ido tirando a base de solemnes apelaciones al patriotismo, mientras dilapidaban (se embolsaban) riquezas y especulaban con recursos. Una idea del bien común meramente facticia, pero nunca real, ha guiado las políticas de los sucesivos gobiernos, y ha impregnado a buena parte de la sociedad, convencida de la idea de que todo irá mejor mientras me vaya bien a mí. Todo esto nos obliga a tener presente que España podría ser con toda probabilidad un país tan hundido como Argentina si no perteneciera a una estructura superestatal –la Unión Europea– que ha obligado a ponerle normas, medidas, vigilancia y diques de contención. Si no fuera por eso, la inercia del Reino de España también va hacia la corrupción desbordada e institucionalizada, la avaricia de las élites extractivas, el sálvese quien pueda y el tonto el último. Recordarlo es doblemente oportuno, ahora que los antieuropeístas hacen campaña para ser elegidos como diputados en el Parlamento Europeo. Y, por otra parte, porque Argentina fue colonia española y, por mucha fraternidad iberoamericana que se quiera vender en los discursos oficiales, los ecos, las heridas, siempre están ahí.

Milei, dejando de lado su repulsiva faceta como histrión, es uno de esos pregoneros del ultraliberalismo, o el turbocapitalismo, o como queramos llamarlo, obsedidos con el déficit cero, tal y como explica en su artículo Berta Raventós Meseguer. En España también ya había un presidente que hacía bandera del déficit cero: se llamaba José María Aznar, y con la excusa de un supuesto saneamiento de las cuentas públicas (grandes inyecciones de dinero procedente de Europa, precisamente), lo que realmente ocurrió fue que se llevó a cabo un saqueo masivo de las arcas públicas desde las instituciones de gobierno, así como el inicio de la erosión y demolición de la sanidad, la educación y otros servicios públicos. Las dos lacras tuvieron continuidad durante los años de gobierno de Rajoy (otro devoto del déficit cero) y en varios gobiernos autonómicos con derechas de esas que siempre quieren hacer suponer que saben gestionar mejor el dinero público.

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El déficit cero, por definición, es una mala política, porque obliga a las administraciones a renunciar a su papel interventor (y, por tanto, corrector) del mercado. Es decir, a olvidar, o condenar a la miseria, a grandes porcentajes de población (los más desvalidos, y a otros que no lo son tanto). El déficit cero puede sonar como una música celestial de contención del gasto, pero, tras una etapa de corrupción generalizada y devastadora, solo es el anuncio de mayor corrupción. Milei puede parecer loco, sin embargo, como bien señala Josep Burgaya, sabe a quién se debe: entre otros, a la colección de distinguidos parásitos que fueron a tomarse fotos con él justo antes de que ocasionara un grave incidente diplomático, y que luego no sabían qué cara tenían que poner.