La banalización de la discrepancia

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Reunión de gobierno.

No, a mí tampoco me gusta ver a mi gobierno en un estado permanente de controversia, retransmitida en directo y anunciada a los cuatro vientos. Produce una triste sensación de agrura, de desgobierno y, en definitiva, de impotencia. Los desacuerdos, sean poco o muy sobreactuados, contradicen la proclamada voluntad de mostrar que el independentismo es capaz de gobernar bien y que es merecedor de la confianza y el apoyo de una mayoría más grande de la que ahora reúne. Cuando menos, este es el pretexto alegado para plegarse a la gestión de lo que queda del viejo marco autonómico.

Dicho esto, también es cierto que hay unas ganas obscenas de convertir las disensiones habituales de todo gobierno –y más en los de coalición, aquí y por todas partes– en descalabros irreparables. Por un lado, claro, están los adversarios políticos que son capaces de denunciar la paja en el ojo del vecino y no ver la viga en el suyo. La hipocresía, en la controversia política, es de proporciones estratosféricas. Y, por otro lado, la exageración también suele ser patrimonio de muchos analistas y, huelga decirlo, de los tertulianos. Pinchar en las divisiones internas de los partidos, desvelar supuestas grietas gubernamentales o anunciar legislaturas a punto de quebrar da para horas y horas de especulación gratuita e irresponsable sin tener que trabajar para buscar ninguna evidencia sólida.

Sea por la razón que sea, la política catalana ha ido abandonando la discrepancia de fondo para aplicarse en el rifirrafe superficial. Lo muestra el hecho de que la propia palabra, rifirrafe, que en su sentido propio tendría que estar reservada para la discusión poco importante, ahora mismo ya se emplea generalizadamente para designar todo tipo de disputas políticas. Es donde se ve más claramente cómo confluyen las dos dinámicas mencionadas: la insignificancia de la diatriba y la exageración de sus consecuencias.

Desde mi punto de vista, la gravedad de la banalización de la confrontación política se encuentra tanto en aquello que la causa como en la consecuencia que se deriva. Particularmente, en este caso la conflictividad de perfil bajo sobreactuada tiene su razón de ser en el hecho de que, dado el marco de incertidumbre y confusión actuales, los partidos y los actores políticos necesitan la trifulca para poder definir un perfil propio. Es decir, carecidos de capacidad para afirmarse en positivo y de manera consistente y continuada, lo hacen por oposición al adversario. Construyen su imagen sobre el reproche al otro. Y el reproche es uno de los recursos psicológicos –y políticos– más demoledores que hay.

Pero si la causa de esta constante conflictividad delata un clima político patológico, las consecuencias son devastadoras cuando las diatribas acaban, como es habitual, en la más grande de las insignificancias, produciendo un aburrimiento mortal y, finalmente, provocando una irritación malsana o la indiferencia total. Unas diatribas que no solo pierden el valor diferenciador que se les presupone, sino que arrastran a la irrelevancia aquello que sí es políticamente trascendente. La reducción de la confrontación política a rifirrafe, bien sea porque se exagera su importancia, bien sea porque se ridiculiza su gravedad, creo que es, ahora mismo, la principal carcoma de la política catalana, tanto de la autonómica como de la soberanista. 

Que el Govern que tenemos no es el resultado de ningún enamoramiento ni de una relación de confianza es algo que ya sabemos. El fundamento de los actuales acuerdos de gobierno es el de un matrimonio de conveniencia. No hay nada de amor y todo es sexo, es decir, poder. Y es una relación que se consuma en el lecho que se ha convenido llamar el mientras tanto, que no es otra cosa que una espera sin esperanza, un diálogo sin palabras y una promesa sin horizonte. De forma que si los tres actores del actual 52 por ciento no son capaces de abandonar el reproche como modelo de cohabitación, el mientras tanto puede acabar siendo la cuneta donde el enemigo dejará muerto el soberanismo, el foso donde se pudrirá el independentismo.

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