Incluso en el supuesto de que la Liga acabara aceptando la inscripción de Dani Olmo y Pau Víctor, el daño ya está hecho. El gobierno del Barça va con la farola apagada. Ahora el club se excusa en los horarios de los mercados financieros, que cerraron en Nochevieja, y que serían los que habrían impedido la presentación de todos los comprobantes de los ingresos necesarios cuándo y cómo tocaba. Como si el tiempo y la forma aceptables para la validación de un contrato firmado de agosto, y por el que se pagaron 55 millones de euros, pudiera ser ir corriendo por los despachos el último día del año, por impedir que las doce campanadas transformen el fichaje en una calabaza. Esta justificación de los horarios es suficientemente elocuente de cuál es una parte de la realidad personalista, opaca y bunquerizada de la gestión directiva del club una vez se le descuentan la propaganda y el ruido de la grada de animación digital.
Las correderas no serían admisibles para nadie, pero ni mucho menos para un presidente que volvió a presentarse con los únicos argumentos de la experiencia y los logros del pasado. La mayoría se lo compró, en un acto propio de las emocionalidades electorales. Pero que las cosas no serían como antes se vio enseguida, porque el episodio de ahora recuerda las angustias de cuando Joan Laporta presentó los avales a notaría de madrugada, hará pronto cuatro años.
El barcelonismo puede creer, y no se equivoca, que el Barça no es el club más popular en España, precisamente. Pero lo mejor de más de treinta años de títulos constantes ha sido abandonar el victimismo, y volver ahora para justificar una mala gestión sí que sería un grave error.