¿Barcelona para los barceloneses?

Adviértase la forma de interrogante del título de este artículo, antes de que nadie se ponga nervioso. Es evidente que Barcelona (desgraciadamente tampoco Cataluña) tiene competencias para decidir sobre los flujos migratorios, y que por tanto debe limitarse a gestionar de manera adecuada una política basada siempre en la apertura, en los servicios básicos universales, en los derechos humanos y en el cosmopolitismo. Pero lo que sí pueden hacer las ciudades es procurar poner más fácil a sus residentes su permanencia. También, de paso, su vinculación afectiva con la ciudad: sentirse bien tratado, incentivado, cuidado en definitiva. No se puede cerrar una ciudad como Barcelona a nadie que quiera venir a vivir, pero se puede favorecer que un determinado ciudadano no quiera irse o no tenga que irse. En efecto, Barcelona puede colgarse la medalla de saber seducir a todos los públicos del mundo, pero tiene una asignatura que ya hace demasiados años que suspende: la de saber seducir suficientemente a sus residentes.

Para ello es necesaria una autonomía municipal infinitamente mayor que la existente. Barcelona no puede limitarse a establecer algunos (pocos) beneficios en algunos casos concretos y casi siempre vinculados a la necesidad económica o la necesidad familiar. Esto, estando muy bien, debería ser sólo el principio: en Estrasburgo, por ejemplo, la residencia de largo plazo ofrece bonificaciones en el transporte público, en sanidad, en educación y en movilidad urbana. En Berlín, Estocolmo o Amsterdam los residentes de larga duración tienen ventajas explícitas para acceder a la vivienda pública protegida, con una escala variable: es decir, no limitada a “cinco años” oa “ocho años” de residencia, sino progresiva . En Milán las ventajas son por reformar la vivienda, en Viena tienen forma de descuento en varios servicios públicos, en París por el acceso a guarderías. Creo sinceramente que se puede, sin vulnerar el principio de igualdad, establecer una gradación del tiempo de residencia de una persona (o de una familia) en la ciudad para premiar de alguna manera el hecho de que lleven viviendo allí ics años . A más años, más ventajas. Y si esta línea no vulnera el principio de igualdad es, primero, porque los servicios básicos siguen siendo universales para todos y así debe garantizarse sin excepción; y, segundo, porque para acceder a más beneficios no hace falta ser de ninguna condición sino sólo esperar a que pase el tiempo y demostrar haber tenido un compromiso de permanencia (vía padrón). Se parecería al concepto culé de “hacer plantel”: como hemos visto, grandes fichajes universales no es suficiente para considerarse un equipo cohesionado.

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Varias ciudades del Estado han explorado estas medidas pero han topado, como siempre, con los límites de la "autonomía municipal". No es esperable que el actual consistorio barcelonés consiga obtener más autonomía que la que convenga en la sede central del PSOE, a la que vas a parar, pero no por eso dejará de ser necesario que la ciudad explore sus propios incentivos: y no sólo con líneas de ventajas en fiscalidad, sino con la de prestación de servicios complementarios a los básicos. Muy lejos de dónde estamos hoy en día, donde ya sería mucho desear que el arraigo no aparezcade factocastigado (ya que aquí el poder adquisitivo es lo que es). Sin autonomía municipal siempre acabamos de la misma manera: tragándonos modelos escogidos desde Madrid, como ya lo fue el Eixample (que era tan poco nuestro que situaba el corazón de Barcelona en las Glòries, y suerte tuvo del buen sabor de los modernistas); como lo fue El Corte Inglés (aún defiendo que la plaza Catalunya es la única supermanzana que tendría verdadero sentido en Barcelona, ​​pero en forma de parque); o cómo ha sido la Copa América, que pese a los esfuerzos de los actos de inauguración y de clausura, y pese al mar, ha acabado resultando lejana ya veces de factura innecesariamente madrileña. La autonomía municipal debe servir para ser nosotros quienes decidimos cuando derribemos murallas, con qué nombre bautizamos el aeropuerto y cómo protegemos nuestra clase media. Y cómo beneficiamos, a nuestro modo y de diversas maneras, a la gente que se queda.

El trumpismo y la extrema derecha pueden combatirse sin pasar por el asimilacionismo, por el sucursalismo, por el jacobinismo, por la gentrificación sin alma. Hay quien quiere confundirnos la necesaria igualdad de derechos con la igualdad de las ciudades, de las naciones, de las costumbres, de las identidades. Quieren hacernos creer que todo ello es un proceso irreversible. Pues no: no lo es.