Espero que los Reyes os hayan traído muchas cosas; que hayáis recibido algunos de los regalos que pedíais en la lista y también algún otro inesperado. Lo de los regalos sorpresa es una de las cosas que prácticamente han desaparecido. Y es solo uno de los muchos cambios que, en mi opinión, están deformando estas fiestas.
Estos días he visto a muchas personas que, con la corona puesta, recorrían angustiadas tiendas, centros comerciales y páginas web, buscando desesperadamente los regalos que aparecían en la lista de sus seres queridos. Las cartas encabezadas con ese “Queridos Reyes Magos” son ahora un extenso listado de enlaces diversos y de productos específicos. Nada de “me gustaría un jersey de cuello alto” o “querría una pieza para hacer deporte” o “una colonia que huela bien”. Ahora las peticiones son casi exigencias: se detalla su marca, color, talla, tienda donde se tiene que comprar. Peticiones exigentes y a menudo demasiado caras que, por algún motivo irracional, nos vemos empujados a cumplir.
También ha cambiado –especialmente para los más pequeños– la magia de la noche de Reyes. Después de hacer cagar el tió (por cierto, antes cagaba solo golosinas y algún cuento), cuando llega el 6 de enero los niños ya han desenvuelto los regalos del árbol, de Papá Noel. Los paquetes todavía hacen ilusión, sí, pero no tanta.
Deslumbrados por el montón de paquetes, los niños no prestan atención a los vasos vacíos de los Reyes o al pan desmenuzado que han dejado los camellos.
Desde mi punto de vista, seguramente antiguo y demasiado anclado en la tradición, las fiestas de Navidad –que todavía siguen siendo mi momento preferido del año– se han convertido en una especie de locura, como un remolino que nos traga en la necesidad hambrienta de vivir y retener experiencias de felicidad.
Así me lo pareció al ver la imagen de los Campos Elíseos de París llenos a rebosar de personas que querían presenciar –y se supone que compartir– el instante brillante del cambio de año. Al fondo, tras la Torre Eiffel, la cuenta atrás acababa y estallaban fuegos artificiales. El gentío, como un ejército, asistía al espectáculo con los brazos en alto, sosteniendo el móvil, que grababa la escena. El esperado momento del inicio de un nuevo año no provocó ninguna descarga de emociones; no hubo besos ni abrazos, ni felicitaciones, ni declaraciones de amor. La multitud se mantuvo impertérrita, móviles arriba, para no interrumpir el vídeo. Miles de vídeos idénticos.
Este año que empezamos deseo que nos devuelva un poco de autenticidad y de sencillez; ganas de vivir las ilusiones por el mero hecho de vivirlas; que podamos creer realmente que las cosas pueden cambiar. Y muchas tormentas, chubascos y relámpagos.
Y si finalmente llueve, olvidaos del móvil y salid afuera. Que la lluvia os acabe dejando empapados, con el pelo chorreando. Prestad atención al ruido de los truenos y al fulgor de los rayos tras las nubes.
No hay regalo más espectacular ni más caro que las cosas sencillas. Que el año 2024 sea generoso con todos nosotros.