Botellones, política y transgresión
1. Interpelación. La cuestión de los botellones se ha convertido en un pim, pam, pum de proclamas ventajistas que aportan muy poco al análisis de la cuestión. Empezamos por lo más evidente: el poder creciente de las imágenes, multiplicadas hasta el infinito por los diferentes soportes de comunicación, que llevan a tomar una mínima parte por el todo. Consecuencia: una docena de actos de violencia vistos mil veces se convierten en iconos de un acontecimiento. Con dos efectos evidentes: un pequeño grupo de personas capta todo el protagonismo y quedan en segundo plano los que tendrían que ser los verdaderos motivos de reflexión.
Lo hemos visto ahora, pero lo vemos también en las manifestaciones políticas: decenas de miles de personas que salen a la calle quedan fuera de escena si unos cuantos centenares se dedican a atacar a la policía y a quemar contenedores. Un desequilibrio, vinculada a la propia definición de noticia que apuesta por lo que es excepcional, agravado por el poder de las imágenes: la monotonía no tiene imagen, no tiene gancho. Los disturbios de unos pocos dominan las pantallas y tapan un comportamiento mucho más general que bien justificaría, por ejemplo, en el caso del botellones, un debate sobre el consumo incontrolado de alcohol y drogas.
Toda la vida y en todas partes la juventud ha salido de fiesta, forma parte de las prácticas de emancipación. De vez en cuando se dan circunstancias singulares que rompen la monotonía: por el carácter masivo, por la incorporación de nuevos rituales o por actos de violencia y otras formas delictivas. Y demasiado a menudo la reflexión de fondo se pierde por el poder de la anécdota. Recuerdo ya hace muchos años que mi hijo, cuando estaba en la adolescencia, me dijo: “Como padre dejas hacer tanto que no tengo espacio para la transgresión. Lo único que te jodería es que me hiciera skin, pero a esto no estoy dispuesto”. Quizás sí sería bueno que nos interpelemos un poco todos.
2. Decadencia. Movimientos masivos de este tipo con desbordamientos de agresividad los hay en todas partes y los ha habido siempre. Por lo tanto, lo más hipócrita es escandalizarse. Los botellones de estos días seguro que no son ajenos a la experiencia vital de la pandemia, como los disturbios de los 80 no lo eran al cambio cultural y moral que se estaba produciendo en el país. Por mucho que se quiera minimizar, el confinamiento y sus derivadas tienen y tendrán consecuencias en muchos ámbitos (laboral, económico, sanitario y psíquico). Y a aquellos a los que ha cogido en los momentos de tránsito de la juventud están entre los sectores más afectados. Las políticas anticovid tienen desequilibrios porque la gran amenaza impedía considerar las consecuencias indirectas. Y ahora, por ejemplo, es legítimo preguntarse si hay una correlación entre la negativa a abrir el ocio nocturno y los botellones de estos días.
Es evidente también que las ciudades están tocadas por estos dos años de bajas pulsaciones. Se ha puesto de moda decir que Barcelona está en horas bajas, triste, sucia, desordenada y sin horizonte. Y los excesos de los botellones vienen de perlas a los que desde el primer día han vivido como una traición que los comuns gobernaran en el Ayuntamiento de la ciudad. Unos por un irreprimible resentimiento de clase ("¡Qué se han creído estos que vienen de parar desahucios en la calle!"), otros, en nombre de la gran promesa, por haber impedido que el independentismo controlara la capital. De forma que los botellones se han incorporado enseguida al rifirrafe político, que es una forma directa de frivolizar el problema.
¿Decadencia de Barcelona? ¿Es que hay alguna ciudad que en este momento sea una fiesta? De París a Berlín, ¿alguien ve las grandes capitales en un momento de esplendor? Incluso hemos llegado al ridículo de un cierto elitismo relleno de rechazo al independentismo que ha descubierto que ahora el modelo es Madrid, que la capital es gloria.
Por supuesto que Barcelona necesita renovar su proyecto. Es decir, dibujar objetivos y construir complicidades para recuperar el ritmo necesario para retomar la sensación de progreso. Es la hora efectivamente: los momentos de tránsito son los que marcan el futuro. Y es exigible a quienes la gobiernan que marquen el paso. Pero esto pide un debate de ciudad. No ridículos rifirrafes sobre quién tiene la culpa de los botellones, que no tienen otro objetivo que marcar la cara del otro.