El otro día, domingo, 1 de octubre, murió mi amigo Manuel. Estuve con él horas antes del final. Éramos dos tipos, uno inconsciente e intubado, el otro parloteando sobre cualquier cosa, en la unidad de “críticos” de un hospital. Pensé que, en otro sentido de la palabra, Manuel Estapé Tous había pasado su vida en una “unidad de críticos” reservada para quienes, como él, soportaban mal la realidad. Mejor dicho, la enorme distancia entre cómo son las cosas y cómo podrían ser.
Luego, mientras seguía parloteando sobre nuestras viejas aventuras, vi en Manuel a Madame Bovary.
Evidentemente, todos somos Madame Bovary. Que levante la mano quien no mantenga una doble vida. Que levante la mano quien no dedique un rato de cada jornada a imaginarse a sí mismo de otra forma, en otras circunstancias, con una identidad y una existencia que podrían ser, y no son.
Ayer leí de nuevo la novela de Gustave Flaubert. Emma Rouault, Madame Bovary, volvió a incomodarme. En ciertos momentos me indignaron sus tonterías. Supongo que porque las reconocí como mías. Acabé convencido de que, como ocurre a veces con algunas obras de arte, Flaubert creó un artefacto autónomo, capaz de rebasar con mucho los objetivos del autor. Y los objetivos de Flaubert no eran modestos: explorar el espíritu humano y describirlo como se describe una topografía, sin comentarios ni explicaciones. El caso es que le salió una novela tan válida en su contexto (la Francia rural del siglo XIX) como en cualquier otro.
No estoy de acuerdo con quienes establecen vínculos entre Madame Bovary y El Quijote. En la novela de Cervantes, que es una sátira por encima de todo, los libros de caballerías conducen a Alonso Quijano a una extraña aventura espiritual, hecha de sacrificios y renuncias. En la de Flaubert, las novelas de amor (tan leídas en el siglo XIX como en el XXI) empujan a Emma hacia una aventura basada precisamente en el rechazo al sacrificio y la renuncia. O sea, a eso en lo que estamos ahora.
No cuesta nada reconocer en Emma, esposa de Charles Bovary, a la persona contemporánea, dislocada entre lo que el sistema nos hace desear (un cierto aspecto físico, una cierta capacidad de consumo, una cierta relevancia en la sociedad, una cierta sensación de éxito) y lo que el sistema nos impone: la frustración permanente. No cuesta nada imaginar a Emma en las redes sociales, exhibiendo una vida onírica de viajes, lujo y placeres desde una remota casa provinciana.
Emma muestra algunos rasgos de bipolaridad. Ese trastorno encaja con sus momentos de desolación y sus momentos de euforia. Emma es capaz de reiniciar una aventura adúltera, que ya salió mal antes y saldrá mal de nuevo, o de derrochar un dinero que no tiene, cuando la asalta el ansia de plenitud; también es capaz, cuando desaparece el ansia, de analizar lúcidamente sus errores (la bipolaridad suele ir acompañada de un inconveniente secundario, la inteligencia) y sufrir por ellos, sabiendo que van a repetirse una y otra vez.
A partir de la novela de Flaubert se acuñó el término bovarismo, al principio reservado a las mujeres románticamente insatisfechas, hoy extensible a cualquier persona crónicamente insatisfecha. ¿Cómo va a estar alguien satisfecho bajo el bombardeo de la publicidad (nosotros mismos somos anuncios en las redes) y bajo la imposición social de ser felices?
Creo que Manuel sufría un tipo peculiar de bovarismo, que podríamos llamar bovarismo económico. Era bipolar, era muy inteligente y comprendía como pocos ese espejismo sistémico que llamamos macroeconomía. No sólo por ser hijo de Fabián Estapé, uno de los principales economistas españoles del siglo XX (yo procuraba ir a media mañana al piso que compartieron en la calle Casp de Barcelona para oír a Fabián Estapé comentando las noticias del día según iba leyendo los periódicos: no había mejor lección sobre la economía, la política y la vida), sino por la voracidad con que consumía, en varios idiomas, cualquier libro sobre la materia. En especial, cualquier libro que revelara alguna de las múltiples maneras en que el orden económico es utilizado para oprimir a las personas.
Manuel padecía una tensión melancólica entre cómo funciona la economía (la ciencia inexacta que estudia la producción y distribución de recursos) y cómo debería funcionar. No soportaba la injusticia y no soportaba la pasividad colectiva. Como Madame Bovary, hacía y decía cosas que podían parecer inapropiadas. Como Madame Bovary, experimentó la incomprensión y la soledad. Como a Madame Bovary y su pobre esposo, le sobreviven millones y millones de Monsieur Homais, el farmacéutico de la novela, gente pretenciosa, vanidosa, puritana, estúpida y falsamente progresista.