"¿Lo has estropeado, lo sabes?", le dice Denys Finch Hatton a la baronesa Karen Blixen. "¿El qué?", pregunta ella. "El estar solo", responde Denys.
La muerte de Robert Redford, el Denys Finch Hatton de Memorias de África, nos ha dejado un poco más solos en este mundo. Al mismo tiempo, paradójicamente, nos ha hecho sentir más acompañados en un pésame que vivimos con la proximidad humana y la lejanía del mito. Ha muerto un hombre coherente, inteligente, elegante y desmesuradamente atractivo, que colaboró en hacer el mundo un poco mejor. Lo consiguió a través de su activismo por el cine más independiente y por el ecologismo más necesario, pero yo diría que, sobre todo, lo logró porque, a pesar de no ser perfecto, como todo el mundo, nunca nos falló. Podría haberlo hecho, por humano, pero se mantuvo entero pese a los embates de una industria descarnada, el peligro de los egos y el patrimonio que se ganó. Con Robert Redford, como ya ocurrió con Paul Newman, muere un Hollywood que la gente joven no conoce y que la gente de mi edad lleva tiempo mirando con nostalgia. Es ley de vida, como diría una generación todavía anterior. Porque ahora, la ley de vida es no morirse.
Así pues, cuando las noticias del día anterior parece que no puedan ser superadas por las del día siguiente, cuando aparecen más y más ejemplos de la barbarie que nos rodea, volver a ver cómo llegaba Denys Finch Hatton a la granja de las colinas de Ngong, o cómo el periodismo todavía podía hacer caer a un gobierno corrupto, o incluso oír el trote del cabalgar de Butch Cassidy y Sundance Kid, es medicina para el alma. Pero no porque el pasado fuera mejor ni se hicieran mejores películas. Que chapuzas se han hecho toda la vida. Es porque actores como Robert Redford te daban tranquilidad aunque hicieran un bodrio, porque quien más quien menos tiene alguno en su currículum. Afortunadamente nadie es infalible, aunque hay quienes tienen la pretensión real de serlo. No era el caso. Por eso la sensación que nos deja el adiós de Redford es que, sin conocerlo, ha muerto una buena persona, que nos dio muchas experiencias cinematográficas inolvidables y que apostó por una manera de hacer que requería un esfuerzo y una sensibilidad que no abundan. Es gratificante reconocerlo, también. Porque en este mundo de psicópatas en el poder, que son gángsters sin filtros, que escupen a los periodistas amenazándolos con poner en peligro a sus países, que coaccionan la libertad de expresión cuando la expresión les va en contra, que consiguen que las universidades, las cadenas de televisión y los demás países cumplan sus órdenes y no se enfrenten a ellos, es alentador y paradójico reencontrarse con personas y personajes como Robert Redford. Alentador porque los referentes nos dan aliento. Y paradójico porque esa sensación nos conforta cuando acaba de morir. Pero quizá sea este el sentido de la vida.
Redford representa lo mejor de Estados Unidos, esta nación extraña donde hay personas extraordinarias y lúcidas que forman parte de nuestro imaginario europeo. Gente que nos consuela en un momento en el que su país vuelve a la caza de brujas, la corrupción y la falta de libertades de una forma tan feroz que hace temer lo peor al resto. Por eso es importante recordar que hay hombres, como Robert Redford, que han contribuido a hacer de nuestro planeta en general un lugar donde poder vivir y explicar todo tipo de historias. Incluso las que no nos gusta escuchar. Así que gracias por no dejarnos tan solos.